Después de más de 15 años escribiendo sobre política, gobierno, cultural y vida cotidiana en el periódico Noroeste, me he dado cuenta, como lo he dicho en otras ocasiones, que nos repetimos como sociedad en muchos aspectos, que a través de los años se ha vuelto una constante, que los asuntos públicos y su problemática se repitan casi de la misma manera que los años anteriores, que lo único que varía son dos o tres aspectos no relevantes como la forma en la que se presentan los sucesos y los protagonistas, que bien pueden ser los mismos pero en distintas posiciones y circunstancias.
Esta ha sido una de las observaciones que más ha llamado mi atención como opinador público, lo cual me parece relevante porque para mí significa una forma de recuento que realizo con el afán de, digamos, hacer un inventario de mis opiniones por la relevancia que esto pudiera tener en mi vida y eventualmente en la opinión o manera de pensar de la comunidad de lectores que por diversas razones siguen mis colaboraciones, lo cual les agradezco.
Otras de las cosas importantes que han cambiado, es mi condición frente al tiempo, soy sin duda una persona con más años, más viejo y tal vez un poco más maduro. Eso cambia, aunque uno se resista, la forma de vivir la vida, de mirarla, pensarla y decidirla. Por eso es que a menudo sujetos como yo, con más de 50 años, solemos recapitular las cosas que a lo largo del tiempo hemos hecho o desecho según sea el caso, por eso siempre nos asalta la pregunta de si habrá valido la pena; los entusiastas del pensamiento positivo y seguidores de las “leyes de la atracción” dirán desde luego que sí, que es uno el que decide y que cada quien tiene lo que mira y quiere sentir; en cambio los pesimistas dirán que cada quien se engaña de la manera que prefiera, que no hay peor ciego que el que no quiere ver, que la alegría como el sufrimiento, también cansa, como pensaba Chesterton; o aquellos que creen en el equilibrio, dirán que para tener una rosa tienes que mirar la espina, como dice una de las canciones de Napoleón y que sienten que todo está bien, pero ni modo, que al andar se hace camino, como dice Machado.
Y así pasamos la vida, de un lado a otro, tratando de descansar en los “equilibrios”, aunque hay quienes piensan que en realidad lo que se necesita es dejar de buscar la felicidad y de poner atención a lo que uno cree que está mal o de aceptar que se puede vivir con ambas, que lo que realmente se necesita es buscar la armonía, pero no la armonía de la vida, sino vivir en armonía. Pero bueno, uno suele pensar, como les decía, más en estas cosas con el paso de los años.
Pero lo cierto es que, a pesar de intentar entender y darle cierto sentido a la vida, allá afuera hay otra que, con o sin nosotros, se vive, y queramos o no, tenemos que atenderla si queremos vivir en ella. Y aquí es donde nos involucramos en la cosa pública, con todo aquello que tiene que ver con los intereses de la vida comunitaria. Una circunstancia que nos involucra y de la cual nadie se libra pues igual se asumen consecuencias en la vida privada. Así surge el segundo dilema, resolver de qué manera y en qué medida nos involucramos en los asuntos públicos.
Entonces hacemos el mismo ejercicio. ¿Cómo quieres ver la vida pública? De forma optimista, pesimista, equilibrada o en armonía. Ya que logras entender y decidir, asumes tu posición, actúas y vives como puedes en una misma comunidad. Luego observas la realidad social y descubres que todo tienen, como diría hace más de 70 años Albert Humphrey, su propio “FODA”, sus fortalezas, oportunidades, debilidades y amenazas en la vida. Así damos cuenta de que las cosas no andan tan bien como quisiéramos, y te preguntas, ¿estamos mejor o peor que antes? Esta tendría que ser una interrogante para los mayores de 30 años, y para contestarla tendrías que preguntarte antes: ¿en qué? Si la pregunta tiene que ver con los avances tecnológicos, la globalización, el acceso a las comunicaciones y todo lo que de ello se deriva, es obvio que estamos mejor, pero si la pregunta tiene que ver con la condición humana, la seguridad, los niveles de confianza en las instituciones, la certidumbre laboral, económica y demás aspectos que determinan una calidad de vida, la respuesta sería distinta, aunque haya en ella diversos cristales para mirarla.
En los últimos 50 años, de poco o nada ha servido la democracia representativa para evitar que la riqueza del país se concentre en pocas familias o que la pobreza, el enriquecimiento ilícito y la violencia homicida disminuyan. Hemos constatado que no sólo la corrupción es el gran problema en los gobiernos, sino que igual o peor resulta la ineficacia y la falta de experiencia. Que se requiere ser honesto, pero también, ético y capaz.
Y que no se puede modificar la realidad esperando que el cambio llegue del centro o lo decrete el Ejecutivo Federal, que se requiere hacer las cosas de manera distinta, no hacer lo mismo de manera diferente ni cambiar para seguir igual.
Es por eso que nos repetimos una y otra vez en la simulación y el engaño, siendo estas las razones que nos mantienen en un crecimiento económico, pero en una especie de subdesarrollo social. Vivimos en Sinaloa la persistencia de los gobiernos en crisis, donde predomina la apariencia y no todo es lo que parece.
Hasta aquí mis reflexiones, los espero en este espacio el próximo martes.