Cada vez asusta más el porvenir inmediato del gobierno de López Obrador. Asusta por su intención desenfrenada de cambiar el orden constitucional y legal antes de marcharse, por los decretos que pueda emitir de aquí al final de su mandato, por las muchas venganzas que toma a diario de las que no se informa por temor a represalias o simplemente por la convicción de que no hay manera de enfrentarlas, de su permanente e ilegal intervención en el proceso electoral y de la incertidumbre sobre cómo actuaría en caso de perder las elecciones.
Muchos nos preguntamos hasta dónde es capaz de llegar en los cinco meses que le restan. Cuántos más palos está dispuesto a propinarle a la democracia. Lo único cierto es que ejercerá el poder dentro o fuera del marco legal hasta el 30 de septiembre.
Su incontinente actividad política se desdobla en dos frentes. En el de fortalecer las facultades del Ejecutivo para dejar, a quien él cree será la próxima Presidenta, bien armada para continuar su proyecto y en el frente electoral.
Estamos conscientes de que en el improbable caso de que Morena tenga mayoría absoluta como resultado de las elecciones el próximo 2 de junio, haría aprobar las 20 reformas que anunció el 5 de febrero pasado, alterando, como bien ha documentado Sergio López Ayllón en sus pasadas cinco colaboraciones en Milenio (Vuelta al presidencialismo), el último golpe al sistema de representación y a lo que queda del equilibrio de poderes construidos lenta y pacientemente a lo largo de las últimas tres décadas.
Por lo pronto nos ha dejado, tan sólo en este mes, tres reformas que apuntan en el mismo sentido de la vuelta al autoritarismo y a la supremacía del poder presidencial: ampliación de prisión preventiva oficiosa, cambios a la Ley de Amparo y facultad presidencial para amnistiar a quien él decida.
Ninguna es menor y sólo puedo dar un pequeño acercamiento a lo que significa cada una en términos de retrocesos democráticos. La intención de aumentar los delitos que merecen la prisión preventiva oficiosa es a todas luces inconstitucional e inconvencional (va en contra de los tratados internacionales firmados por México) por privar a los ciudadanos de la presunción de inocencia y permitir a las autoridades encarcelarnos sin haber sido probados y declarados culpables. El Presidente y su Gabinete dejan en claro sus motivaciones: razones de seguridad nacional, que por supuesto serán definidas por el titular del Ejecutivo, y la corrupción prevaleciente en el Poder Judicial. Otra vez, un ataque al equilibrio de poderes.
En cuanto a la Ley de Amparo, se trata de quitarles a los jueces y magistrados la posibilidad de suspender temporalmente una norma hasta que se revise su probable inconstitucionalidad. Es una represalia contra el Poder Judicial por haber detenido por esa vía un buen número de leyes y decretos del Presidente López Obrador. Se acabó eso de paralizar “la actuación de la autoridad demandada durante el tiempo que el juzgador integra el expediente del caso, lo estudia y analiza, para determinar si ese actuar de la autoridad resulta apegado o no a la Constitución” (Laura Rojas y Raúl Mejía, Nexos, El Juego de la Corte). Si el acto de autoridad causa un daño irreparable a la persona que demanda o a una colectividad más amplia que reclame la afectación de sus derechos, pues mala tarde.
Finalmente, los cambios a la ley de amnistía le darán a López Obrador y a la próxima Presidenta la facultad de otorgar amnistía de forma directa “a personas que aporten elementos comprobables que resulten útiles para conocer la verdad de los hechos en casos que sean relevantes para el Estado mexicano”. Queda a criterio del Presidente, otra vez, determinar quiénes caen en este supuesto.
En el frente electoral tampoco sabemos hasta dónde es capaz de llegar López Obrador. Ningún Presidente había recibido ni tantas denuncias ni tantas amonestaciones o exhortos por vulnerar de manera tan frecuente y sistemática los principios de neutralidad, imparcialidad y equidad en la contienda. Simplemente, no le importa. Que sigan con sus llamados a misa y sintiéndose “la gran Inquisición”, dice.
La única certeza es que seguirá haciéndolo. Si pierde, podrá exhibir un cúmulo de violaciones a la elección, y si gana, el ya muy abultado expediente de ilegalidades quedará en el cajón para que, consumado el fraude, los analistas denunciemos lo que para entonces será un hecho consumado.
Estamos pues ante dos prioridades clarísimas. Pasar por encima de la ley con tal de ganar las elecciones y seguir ampliando los poderes del Presidente.
Más allá de las elecciones del próximo 2 de junio, la gobernabilidad democrática ya está en riesgo.
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