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Cuando miramos, la vista no nos muestra lo que hay, sino el reflejo de lo que está ante nuestros ojos. Vemos no las cosas mismas, sino su reflejo: el modo como la luz al rebotar nos afecta las terminales ópticas. Si la luz es blanca, el mundo se tiñe con una tonalidad que creemos normal, correcta; si la luz es roja, el reflejo nos resulta más cálido, más acogedor. No miramos las cosas, sino su reflejo.
Tampoco cuando vemos miramos lo que hay estrictamente, sino lo que las cosas significan para nosotros, pues, así como hay reflejos de distintos colores hay cosas que apreciamos más o que apreciamos menos. Entre nuestra visión y las cosas se interpone, como una lente, nuestra tabla de valores que hace que unos objetos sean más valorados que otros. En esto, como en todo, cada quien tiene su propia lente y, cuando ve lo que tiene delante, lo jerarquiza según sea la estratificación de su lente; en el paisaje que la vista nos muestra destaca lo que amamos, lo que nos gusta, lo que necesitamos, lo que nos interesa y, en cambio, se hunde y hasta desaparece, para los efectos prácticos, aquello que no nos importa, lo que nos resulta asignificativo.
También cuando vemos interviene el lenguaje, o sea, vemos con más claridad las cosas cuyo nombre sabemos, pues cuando no distinguimos por su nombre a un roble de un sabino, a un abedul de un sauce sencillamente lo que captamos son árboles en general; quizá donde más patente resulta esta ceguera por la falta del nombre es en el universo de los insectos: existen más de 80 mil variedades de escarabajos, todos ellos lo suficientemente diferentes y, sin embargo, nuestros ojos, privados de ese vocabulario inmenso, solo nos dejan ver al escarabajo genérico.
Y también están los prejuicios que con su rigidez mortuoria tornan invisible lo diverso y cambiante; lo fijan para siempre, y por más que la vista haga un esfuerzo por escudriñar los detalles, por mirar adentro en el corazón de las cosas, los prejuicios -no como una lente sino como una bolsa- empaquetan las cosas e impiden que la vista pueda apartarse de la etiqueta con la que se da por consabido lo que no se conoce. Poco advierten los ojos cuando intentan saber cómo es el mobiliario de una casa abandonada donde los muebles han sido cubiertos por sábanas para que no se empolven. No vemos el mundo sino nuestros prejuicios.
Si esto es así, si hay tantas cosas que interfieren en nuestra captación de las cosas, de la cosa misma, ¿cómo podemos ser tan ingenuos de creer que las cosas son como las miramos? Se puede desconfiar de los sentidos; pero no cancelarlos; criticar la ordenación ideológica del mundo que se suscribe, pero no prescindir por completo de toda preferencia. Se puede salir de una visión idiomática asomándose al mundo por otros lenguas, pero no puede quedarse sin palabras, pues el silencio también está abarrotado de voces aunque no se escuchen. Es posible también hacer un esfuerzo por aminorar los prejuicios, pero no podemos librarnos de nuestros juicios que de inmediato se convierten en las etiquetas que nos impiden seguir avanzando más a fondo en las cosas.
No parece quedar más remedio que admitir el popurrí de las realidades y acostumbrarnos a convivir de la manera más pacífica en este manicomio donde cada quien vive convencido de su alucinación de clase social, de formación cultural, de género, edad y biografía personalísima.