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Ninguna democracia, ni la más consolidada, está garantizada ni puede darse por sentada. Como ingenieros electorales, los federalistas entendieron como nadie la necesidad de establecer contrapesos para salvaguardarlas de quienes las presiden a sabiendas de que un líder, una vez encumbrado, podría intentar acumular todo el poder en sus manos. Gracias a ello Estados Unidos pudo contener la destrucción de las instituciones democráticas a pesar de tener como Presidente a Trump. No de manera irreparable pero el daño causado a lo que los estadounidenses llaman el “gobierno permanente” (burocracia federal), al Poder Judicial en su conjunto, a la imagen de su país en los organismos internacionales o al proceso electoral mismo, será uno de los principales retos de su sucesor.
Lo que los federalistas no previeron -es imposible hacerlo- fue la manera de contener a un líder de naturaleza y costumbres profundamente antidemocráticas cuando no autoritarias. A un líder que no fue bendecido con el don de la capacidad de escucha, de la negociación, del acercamiento entre los contrarios, del respeto a la pluralidad, de la participación, de la inclusión y del tino de rodearse de un equipo no sólo leal sino también competente. Sus atributos fueron otros: imponer, dividir, crispar, enfrentar y despreciar.
El legado de Trump no será el que él mismo vislumbró: Make America Great Again. Y no lo será entre otras cosas porque, a diferencia de lo que dijo Biden en su discurso el pasado 7 de noviembre, el principio de ejercicio de gobierno de Trump fue el de liderar con el ejemplo de su poder en lugar de liderar con el poder de su ejemplo. Lo hizo en su política interna y en la externa.
El ejemplo que dio fue el de que el poder -entendido como la voluntad presidencial- puede imponerse aunque para ello haya que demeritar a las instituciones, torcer la ley o destituir a quien disiente. El ejemplo de que el poder da licencia para mentir de manera sistemática, descalificar a la prensa, atizar el odio, promover la confrontación y predicar la división. Esto a sabiendas de que con la mitad del electorado sería suficiente para ganar las elecciones. Le falló el cálculo. La nación sigue dividida casi a mitades pero la “mitad” más grande decidió echarlo de la Presidencia.
Tiene razón el ex-Embajador J. Davidow que con la llegada de Biden llegarán también la “cordura, la cortesía, la conciencia internacional y el conocimiento de una oficina que ha sido degradada”. Llegará también el respeto por los valores democráticos.
Dos son, en mi opinión, los mensajes más importantes de Biden. El primero, su promesa de terminar con la polarización o, al menos, el compromiso de no seguir estimulándola. Con ello, la invitación a la colaboración entre demócratas y republicanos que, como bien dice Biden, es una cuestión de “querer”. Los partidos y las preferencias divididas no dejan de existir en democracia, al contrario, son parte de su naturaleza. También es parte de su naturaleza el intento de acercar posiciones.
El segundo es que no promete una gran transformación. Rechaza abiertamente la retórica. Particularmente la hostil. Reconoce y dice querer pagar las deudas que tiene la nación con todos aquellos a los que se les ha negado por demasiado tiempo la oportunidad de prosperar. Pero no busca hacerlo con puro voluntarismo ni haciendo grandes transformaciones sino simplemente trabajando duro para saldarlas. Es cierto. A pesar de los grandes puntos de inflexión, “la historia estadounidense [como todas] trata sobre la lenta pero constante ampliación de oportunidades”.
Corriendo un gran riesgo, Biden apostó por la unidad y no por la división. Ganó. Muchas de las divisiones que sufre hoy la sociedad estadounidense no son atribuibles a Trump. Simplemente las llevó al extremo. De ellas habrá de ocuparse Biden que tiene la ardua tarea de reconciliar a una sociedad en extremo desigual. Pero hay una responsabilidad atribuible a Trump y solo a Trump: poner en duda al sistema democrático antes, durante y después de la elección. Resulta imperdonable.