Bien hizo Carmen Aristegui recordarnos el poder de la palabra en su respuesta a la andanada de descalificaciones presidenciales proferidas contra ella el viernes pasado. El poder de la palabra de una persona que ocupa la principal tribuna de este país -en eso se ha convertido la conferencia matutina- es mucho mayor al de cualquier persona común. Esa verdad de perogrullo parece no quedar clara a quien todos los días ejerce su “libertad de expresión” y “derecho de réplica” en contra de la prensa.
En efecto, el Presidente se asume como una víctima de los poderes fáctico-mediáticos. Despojándose de su investidura de Jefe de Estado, AMLO articula su discurso contra los medios de comunicación y periodistas desde una pretendida posición de ciudadano común, o en su caso, líder opositor. En muchas ocasiones se le escucha hacer alusión a “quienes tienen el poder” como si su investidura actual no existiera.
A partir de esta posición es que se constituyen simbólicamente el Presidente y su movimiento, particularmente quienes ostentan cargos públicos, presentándose en el lugar de las víctimas. Vaya postura para un país que tiene miles de víctimas mortales, desaparecidas y de todo tipo de violencias, incluyendo a las y los periodistas que considera sus adversarios.
Es por eso que los funcionarios de la 4T, de todos niveles de Gobierno, son la vanguardia de una especial sensibilidad política que ahora es utilizada hábilmente -también- por todos los partidos de Oposición.
No es cualquier cosa que Enrique Alfaro, intolerante como es, haya amagado al periodista Ricardo Ravelo con una demanda por daño moral por publicar sobre presuntos vínculos criminales de su administración. O que el deleznable precandidato de Movimiento Ciudadano a la Gubernatura de Quintana Roo, amenace con demandar a Lydia Cacho, y en general, a cualquier persona con la que tenga que “ajustar cuentas”. Vista la ligereza con la que se jacta de matar personas, ese “ajuste de cuentas” espanta y mucho. Qué decir de la intolerancia del Gobernador de Guanajuato, Diego Sinhúe, que se niega a contestar preguntas incómodas de la prensa, increpándola y cerrando cualquier posibilidad de rendir cuentas ante la sociedad. O de los múltiples capítulos lamentables en su confrontación con la prensa por parte de Jaime Bonilla (Baja California) y Luis Miguel Barbosa (Puebla), cerrando con la lamentable discusión de Cuitláhuac García con una periodista a quien el Gobernador le pretendía dictar cómo hacer su trabajo.
¿Nuestros políticos con cargos públicos se pretenden ajenos al escrutinio público? ¿De verdad creen que son víctimas en un país azotado por la violencia? ¿No se dan cuenta que somos el país más letal para la prensa en el continente, que se agrede a la prensa cada 14 horas y que un alto funcionario puede mandar mensajes permisivos para que se cometa más violencia?
Parece que no. Nuestros gobernantes, empezando por el Presidente, están en su soliloquio de poder pero asumiéndose inermes como cualquier ciudadano común. Combinación peligrosa de posturas. Tal como señala Signa Lab del ITESO en su reciente informe “Asedio, amenaza y ataque: la condición de vulnerabilidad de periodistas en México”, como una práctica ya instalada en la producción de mensajes e interacciones sobre conflictos relacionados con el gobierno en turno “se puede observar la emergencia de hashtags que escapan del tema específico del conflicto y que fortalecen la lógica plebiscitaria a favor o en contra del Presidente, que secuestra la conversación en redes”.
Sobre el poder de la palabra basta ver lo que sucede en esta red social. Signa Lab, a partir de un análisis acucioso, arriba a la conclusión de que algunos usuarios aprovechan las “descalificaciones provenientes de espacios como la conferencia matutina para orientar la discusión en los términos plebiscitarios” mencionados. Sobre ello concluye tajante que “al reproducir la lógica de polarización, desvían la atención del problema central que, desde lo que este informe ha abordado, es el agravado clima de agresiones a la prensa y falta de garantías para la libertad de expresión”.
Tal como se corrobora desde los encuadres asumidos en redes sociales a partir de los dichos públicos del Presidente, podemos confirmar que las últimas dos semanas, a raíz de la publicación de la investigación (MCCI y Latinus) sobre las casas relacionadas con José Ramón López Beltrán en Houston, se ha focalizado en descalificar a la periodista Carmen Aristegui, así como a Brozo, Carlos Loret y MCCI. Como lo señalamos en la anterior columna, eso contrasta con la falta de una condena enérgica a la violencia contra la prensa que cobró la vida de cuatro comunicadores durante este fatídico enero.
La hostilidad discursiva se traslada a las redes sociales, y en no pocas ocasiones, la violencia en redes se mueve al espació físico. Pueden pensarse que periodistas con pronunciada proyección pública no les pasará nada, que todo quedará en la tripa y la virulencia. Pero sabemos que no es así. Cuando Carmen fue considerada como enemiga del gobierno de Peña Nieto perdió su trabajo, enfrentó acoso judicial, allanamientos y espionaje. Esa virulencia se agudiza y se puede materializar en formas de violencia más grave para periodistas regionales y comunitarios que también son receptáculo de todo tipo de diatribas por los servidores públicos municipales y estatales, hoy envalentonados por el discurso presidencial. Guerrero, Puebla, Quintana Roo, son ejemplo de ello.
Debe imperar la mesura política en un país donde se amenaza, persigue, hostiga, golpea, secuestra, tortura, desaparece y mata a las y los periodistas. Que se sume este llamado a cesar la hostilidad discursiva y la estigmatización a la prensa, a otros realizados desde diferentes espacios de opinión y tribunas. Para ello es necesario recordar que las víctimas no son quienes despachan en los palacios de gobierno, sino los que están afuera exigiendo justicia.
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