No hará muchas semanas me tocó asistir a una inolvidable boda en la playa. En las bodas siempre ocurre de todo.
Era una celebración formal, no de las típicas new age donde el protocolo es ropa de manta, dress code descalzo y luego formar una gran rueda, tomados de la mano con los novios jipitecas al centro.
Era en un gran hotel, vecino al mar en su terraza, y todos íbamos en ropa formal, saco y corbata; la novia con su vestido blanco, tal como dictan los primigenios cánones.
Todo iba bien, con la armonía simbólica que deben llevar dichos festejos nupciales, cuando después de escucharse una pequeña marcha e iniciarse las palabras de la jueza con las que amonestaba a los futuros contrayentes, empezó a resonar una chirriante música de banda a muy pocos pasos.
En efecto, ese evocativo crepúsculo de las seis de la tarde se volvió súbitamente transportado a una escena de violencia auditiva, procaz, narrativa de ajustes de cuentas tribales, ya que resonó un rudo corrido el cual desentonó en terrible afán con esa previa atmósfera de paz y equidad familiar, que antes señoreaba los jardines del hotel y del alma.
Cuando uno va a una fiesta, se siente de confianza y aprecio de los anfitriones, se está acostumbrado a no cruzarse de brazos. Si es pertinente, uno debe ayudar a mover las sillas o encargarse de algún repentino incidente. Estas acciones del momento son válidas tanto en el apoyo logístico, sacar la cartera en un momento en que haya necesario hacer un pago inesperado o, inclusive, poner en paz un borracho insolente o mediar en esas disputas familiares que suelen surgir con los sentimientos a flor de piel.
Así que, llevado por mi afán solidario y mi experiencia en manejo de crisis, me bajé a la arena a ver si podía llegar a un punto de acuerdo y negociación. Mejor dicho, me subí a la arena, porque la ferocidad musical auguraba una resolución muy masculina.
Me di cuenta que los guardias de seguridad del hotel antes se mostraban impasibles y creí entender que, a fin de cuentas, no era su misión efectuar acciones de control fuera de la zona interna.
Igual, los que vivimos en Mazatlán sabemos que la playa es una zona federal donde, con ese pretexto, se cometen no pocos atropellos... inclusive hasta en las construcciones que invaden una zona donde no deberían, porque ahí sube la marea y terminan erosionando la playa ante la mirada omisa de los inspectores.
El escenario con que topé era de cuatro músicos con los instrumentos básicos de una banda sinaloense y tres chicas, jóvenes en traje de baño pero ya con el short de retirada, arrobadas con las agresivas melodías.
No eran mazatlecas y entendí que, el estar aquí en la playa con una banda, era el culmen de su día, el máximo momento de su viaje de solteras.
Dialogué primero con los músicos y les invité a esperar que terminase el mensaje de la jueza y la marcha nupcial final, hasta ofrecí pagarles una cantidad a cambio de su comprensión.
Los jóvenes músicos entendieron mi posición y se mostraron de acuerdo, quizás les había tocado en el pasado ese tipo de situaciones o mi saco oscuro infundió respeto, pero me di cuenta que las chicas eran las que más insistían en seguir con el denuesto y argumentaron que ya habían pagado, motivo por el cual tuve que doblar la apuesta económica. Conozco los lenguajes de la calle.
Finalmente las convencí con un argumento que las dejó pensando en su pasado y su futuro: “Ándenle, sean conscientes, por favor, piensen en su boda, ¿no?”.
Fue así como me convertí en El Padrino del Silencio en esa boda. El silencio pronto se volverá un recurso escaso y preciado como ya nos sucede con el agua y la conexión cibernética.
Viene a cuento este episodio porque aquí en Mazatlán y, no pocos puntos del orbe, el ruido se ha vuelto una omnipresente tortura que no solo vuelve trizas los momentos solemnes, sino hasta los más festivos como éste.
Ojo: esto no va contra nuestra ancestral música de viento, alegre conjunción de los instrumentos musicales llegados de la Europa rural, donde ritmos como la polka, el schotis y el waltz aún conservan sus nombres originales de más allá de los Alpes.
Al momento de redactar esta columna/crónica, leo que ya se llevó a cabo una reunión con las organizaciones locales de gobierno, grupos de filarmónicos populares y sociedad en general y que el acuerdo ha sido positivo, incluso con la comprensión de los propios músicos, es justo añadirlo.
Pero veamos qué pasará con el ruido de las pulmonías, las aurigas, racers y la gente que lleva su bocina como símbolo de status, divisa de triunfo económico, a esta inminente Semana Mayor, que inicia con este Domingo de Ramos y volverá a toda Sinaloa un asunto algo estruendoso.
Lo que me acongoja es que un video que detonó este asunto, donde se veía a unos estadounidenses escuchando en un concierto de guitarra a una melodía de Francisco Tárrega y que fue interrumpido por músicos playeros, fue tomado como burla por muchos que se regodearon de ver a los maléficos gringos culteranos vencidos por la fiesta desentonada.
Y eso no es motivo de burla o alegría. Pero hasta eso que en el video vemos que los gringos no toman a mal la interrupción: sonríen y aplauden la interrupción con educación y buen ejemplo de su cultura.
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