El otro y uno (3)

    Ahora la cuestión es aclararme el tipo de relación que entablo con aquellos que no son de mi especie: con los animales no humanos. ¿Qué relación entablo con ellos si con los de mi especie uso de modo progresivo el poder para desotrarlos, para que sean como yo? En la relación con los animales no humanos la relación es de puro poder: si puedo hacerlos un poco como yo, si logro semi humanizarlos, los convierto en mascotas, y si no, en el uso y abuso del poder extremo, los vuelvo yo: me los como.

    En esta serie de reflexiones he ido aclarándome la relación que se establece con el otro: la primera fue con ese otro que resulta tan afín a mí (mi alter ego) que incluso es posible trabar con él un vínculo de amistad o de amor; después, analicé la relación con una clase de otro que es tan distinto de mí que se me presenta como un extraño o un enemigo. En uno y otro caso, me he percatado de que el poder impregna esas relaciones. En uno, el poder se disfraza como un moderado afán de hacer al otro como yo, de con-vencerlo, de asimilarlo; en el segundo, el poder se manifiesta como el claro afán de someter o incluso de destruir al otro. Sin embargo, en lo pensado hasta aquí, por muy otro que haya imaginado al otro, hay un nosotros que nos integra, compartimos un rasgo decisivo, pues tanto el amigo, el extranjero o hasta mi peor enemigo forman conmigo un nosotros: somos seres humanos. La otredad no es extrema: se trata de relaciones entre los miembros de una familia, de una clase ontológica o, si se prefiere, de una especie animal: los animales humanos.

    Con esos dos análisis comprendí que mientras más distinto se me presenta el otro, más áspero es el poder que ejerzo. Ahora la cuestión es aclararme el tipo de relación que entablo con aquellos que no son de mi especie: con los animales no humanos. ¿Qué relación entablo con ellos si con los de mi especie uso de modo progresivo el poder para desotrarlos, para que sean como yo? En la relación con los animales no humanos la relación es de puro poder: si puedo hacerlos un poco como yo, si logro semi humanizarlos, los convierto en mascotas, y si no, en el uso y abuso del poder extremo, los vuelvo yo: me los como.

    Y, además, lo hago sin que me aflija en lo más mínimo esta práctica brutal. ¿De dónde me viene la idea de que es legítimo emplear contra los animales no humanos un poder absoluto? De la práctica ancestral que nos ha permitido sobrevivir como especie. Para vivir necesitamos comer sí, pero ¿dónde aparece legitimada esta conducta? En un texto antiquísimo: la Biblia y en el primero de los libros que la componen: el Génesis. Allí se encuentra en dos pasajes: cuando se habla del sexto día de la creación y cuando Noé recupera la tierra luego del diluvio: la orden divina es poblar la tierra y sojuzgarla, enseñorearse de los peces del mar, de las aves del cielo y de todas las bestias que se mueven sobre la tierra, todos son para comérnoslos. Devorar al otro es la forma máxima de la violencia, de la desotración. El animal ni siquiera es el otro, sino LO otro.

    En nuestros días, sin embargo, comienza a denunciarse la crueldad de nuestra relación con los animales; comienza a legislarse contra el maltrato hacia los animales. La atención está puesta en los animales domésticos y en los animales que había en los circos y en los que hay en los zoológicos; en los que son sacrificados en la llamada Fiesta Brava y en los que mueren en la cacería deportiva. Esta denuncia de crueldad surge y se agiganta en las redes sociales, esta empatía con el otro-otro me ha hecho recordar mi infancia, el dolor que experimenté cuando mi abuela degolló a mis dos gallos que yo había criado. Me ha hecho recordar mi infancia y me detengo aquí porque, precisamente, el clamor contra la crueldad hacia los animales solo, o principalmente, se refiere a los animales que están ante la mirada infantil: los animales de los circos o de los zoológicos, o los que están fotografiados en las redes sociales. Pero, ¿qué pasa con los millones de animales de la industria cárnica?, ¿con millones de animales no humanos que, por razones económicas, viven sin nunca ver el sol, hacinados en el menor espacio posible y engordados artificialmente, y que día a día son sacrificados por millones para contribuir a nuestra dieta?

    Hay números que estremecen de veras: los animales humanos somos un poco más de 7 mil 500 millones. Gallos y gallinas son 23 millones, o sea, la población de pollos es tres veces más grande que la población humana. Las reses son mil 400 millones. Las ovejas casi mil millones y también los cerdos. Estos animales no viven en su hábitat natural; están en criaderos y su existencia y su muerte son industriales.

    Nuestra relación con lo otro-otro es de poder puro. Nos relacionamos con lo otro-otro: animales, minerales, agua, aire y todo lo que existe exclusivamente para explotarlo, saquearlo, destruirlo. Y, sin embargo, como afirmé al comienzo de estas reflexiones, todo ser depende de lo demás para ser: el poder que hace que todo sea como nosotros y para nosotros terminará por destruirnos. Es imperativo replantear nuestra relación con lo otro.