No es placentero caminar por el desierto, pero es necesario para fraguar espíritus fuertes. Las más grandes gestas y aventuras tienen como núcleo central el paso por el desierto.
El libro del Éxodo narra las peripecias que soportó el pueblo de Israel, una vez que fue liberado del yugo de los egipcios. El desierto se convirtió en el aula donde los israelitas aprendieron que Dios permanece siempre fiel y los libera, en su debido momento, de todo sufrimiento y angustia.
El desierto, lugar de prueba y reflexión -no de castigo y aflicción-, es el escenario en que se palpa más cercana la presencia de Dios. Jesús, antes de comenzar su ministerio, se retiró al desierto. Juan Bautista inició su predicación en el desierto. Muchos padres de la Iglesia se retiraron al desierto para refinar su espiritualidad. En la desnudez del pensamiento; en el desapego de personas, bienes y comodidades; en el más profundo conocimiento de sí mismo se encuentra la llave que conduce a la soledad más habitada.
El desierto ocupa un lugar esencial en El Principito, de Antoine de Sant-Exupery. Es necesario abandonar las comodidades e instantes llenos de cosas superfluas que impiden el acceso a la soledad del espacio interior. La precariedad del desierto posibilita desprenderse de toda esclavizante atadura. Y, sobre todo, prepara a la gratuidad y al verdadero gozo, como dijo el Principito: “Lo que embellece al desierto es que esconde un pozo en alguna parte”.
Con sabiduría, la escritora Madeleine L’Engle, dijo: “Hay tiempo en los que el amor parece haber terminado... pero estos desiertos del corazón son simplemente el camino hasta el próximo oasis, que es mucho más frondoso y bello después de haber cruzado el desierto”.
¿Cómo sorteo el desierto de la pandemia? ¿Aguardo el próximo oasis?