El trastorno del espectro autista (TEA) es una condición sorprendentemente común y variada, que abarca una amplia gama de experiencias y características únicas. La Organización Mundial de la Salud estima que al menos 1 de cada 100 personas en la actualidad tiene este diagnóstico, aunque algunos sugieren que podría ser el doble. Sin embargo, a pesar de compartir la misma etiqueta, las personas autistas son un grupo diverso.
Con el tiempo, los investigadores y psiquiatras han revisado y actualizado continuamente quién entra en este paraguas y qué tipos de diagnósticos y terapias se asocian con él. El autismo no siempre ha sido considerado un espectro. Los primeros informes de la condición no tenían en cuenta a muchas personas que hoy serían diagnosticadas como autistas. En la década de 1940, se describía como un “trastorno raro”, caracterizado por sensibilidades específicas, evitación del contacto social, conductas repetitivas y, en algunos casos, ausencia de lenguaje.
Fue un diagnóstico dado a personas que eran especialmente sensibles a ciertos estímulos; evitaban abrazos, contacto visual y otros contactos sociales; se sentían particularmente atraídos por las rutinas; repetían ciertas palabras y movimientos; tendían a estar completamente absortos por un objeto; y no usaban el lenguaje en absoluto o no parecían usar el lenguaje para comunicarse con otras personas.
Muchas personas autistas hoy pueden relacionarse con al menos algunas cosas de esa lista. Pero hay mucho que analizar entre esas descripciones tempranas y las contemporáneas. En 1994, salió la cuarta edición del DSM (Manual Diagnóstico y Estadístico de los Trastornos Mentales, una herramienta bastante dudosa) y trajo algunas distinciones nuevas. Para las personas que no tenían discapacidad intelectual y se alineaban con menos de los criterios de comunicación, había un nuevo diagnóstico separado del autismo, el trastorno de Asperger.
Este nuevo diagnóstico ya era un poco controvertido porque los niños sobre los que el Dr. Hans Asperger escribió en la década de 1940 no habrían calificado como trastorno de Asperger tal como se describía en el DSM-4. Sin mencionar las circunstancias controvertidas bajo las cuales Asperger publicó sus hallazgos, este comenzó su carrera científica en la Alemania nazi, por lo que hay mucho debate sobre los objetivos subyacentes de crear esos diagnósticos.
Pero Asperger no fue la única adición al DSM-4. Algunos otros diagnósticos con síntomas superpuestos también aparecieron en escena, ampliamente referidos como trastornos del desarrollo generalizados. La próxima vez que se actualizó el DSM, en 2013, todos esos diagnósticos se fusionaron en trastorno del espectro autista y seguimos llamándolo espectro autista el día de hoy. Sin embargo, parece que todos tienen su propia definición de lo que significa “espectro”. Algunos investigadores lo refieren como una escala de funcionalidad o gravedad, basada en cosas como hasta qué punto dependes de otros para completar actividades diarias, mientras que otras personas (incluidas algunas personas de la comunidad autista), prefieren ver el espectro de manera más neutral, como el espectro de colores.
Después de un siglo de investigación, apenas empezamos a entender de dónde vienen los síntomas del trastorno del espectro autista. La comprensión del autismo ha sido un desafío multidisciplinario, donde la genética y la epigenética emergen como pilares fundamentales en la etiología de este trastorno del neurodesarrollo.
La epigenética, definida como modificaciones en la expresión génica sin alteraciones en la secuencia de ADN, ha revelado cambios significativos en individuos con autismo, particularmente, el proceso conocido como “metilación del ADN”. La metilación del ADN actúa como un interruptor molecular que puede activar o desactivar la expresión de nuestros genes. Cuando ciertas regiones del ADN están metiladas, se dificulta la unión de las proteínas necesarias para iniciar la transcripción génica, lo que resulta en una disminución en la producción de la proteína codificada por ese gen. Algunas regiones del genoma heredan marcas epigenéticas de manera específica según si provienen del padre o de la madre. Esta impronta regula la expresión diferencial de genes paternos y maternos, influyendo en el desarrollo embrionario y la salud del individuo.
En el contexto del autismo, estudios han demostrado hipometilación de genes asociados con la función sináptica y la neurotransmisión, como el gen Reelin (RELN) y el gen de la oxitocina (OXTR), en individuos autistas. Asimismo, la nutrición materna durante el embarazo también ha surgido como un factor crucial en la epigenética del autismo. Estudios han demostrado que la ingesta de ciertos nutrientes, como el ácido fólico y los ácidos grasos poliinsaturados omega-3, puede influir en la metilación del ADN y la expresión génica en el feto, afectando así el desarrollo cerebral y el riesgo de autismo.
La evidencia científica respalda una interacción compleja entre la genética y la epigenética en el autismo, donde los cambios epigenéticos pueden modular la expresión de genes relevantes para la función cerebral y el desarrollo neuronal. Comprender estas interacciones no solo proporciona una visión más completa de la etiología del autismo, sino que también abre nuevas oportunidades para el desarrollo de intervenciones terapéuticas y estrategias de prevención basadas en la modulación epigenética.
Con el tiempo, la comprensión del autismo ha evolucionado, y con ella, las clasificaciones y categorías asociadas. La inclusión del trastorno de Asperger trajo consigo un cambio significativo en la percepción y el diagnóstico del espectro. Sin embargo, este nuevo diagnóstico no estuvo exento de controversia, debido a las circunstancias históricas de su descubridor, Hans Asperger, y las preguntas que rodean sus motivaciones en la Alemania nazi.
La unificación de todos estos diagnósticos bajo la etiqueta de trastorno del espectro autista en 2013 marcó un hito en la comprensión moderna del autismo. A pesar de las diferencias en la interpretación del espectro, existe un consenso cada vez mayor sobre su base biológica, con evidencia que apunta hacia la influencia de factores genéticos y cambios epigenéticos.
A medida que conocemos más sobre el autismo, también hemos presenciado avances significativos en la forma en que se diagnostica y se trata esta condición. El autismo es un tapiz tejido con los hilos únicos de cada individuo, una sinfonía de experiencias y perspectivas que merecen ser reconocidas y celebradas en su diversidad. A medida que continuamos navegando por este mosaico del autismo, es imperativo que sigamos ampliando nuestros horizontes y ofreciendo un apoyo sólido a todas las personas dentro del espectro, reconociendo y valorando su singularidad.
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alberto.kousuke@uas.edu.mx