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El Metro de Ciudad de México se cae a pedazos por abandono y eso es resultado de decisiones políticas tomadas por los sucesivos gobiernos de la capital, sobre todo en lo que va de este siglo, pero toda su historia ha sido malhadada.
En el origen estuvo la resistencia férrea del no en balde llamado “regente de hierro”, Ernesto P. Uruchurtu, al que la memoria popular hoy casi perdida le atribuía enormes cualidades de gobernante, pero que es culpable en muy buena medida del desastre urbanístico en el que devino el entonces Distrito Federal durante el desarrollismo, tan añorado por el actual Presidente de la República.
Uruchurtu fue el impulsor de un modelo de desarrollo urbano basado en los automóviles particulares. En algún lugar leí que solía decir que el ejemplo a seguir para la Ciudad de México era Los Ángeles, hoy convertida en un infierno de autopistas atascadas cuando hasta la década de 1940 era una de las urbes de los Estados Unidos con mejor sistema de tranvías, desmantelado progresivamente por sucesivas administraciones municipales que, según también he leído, recibieron fuertes estímulos económicos -sobornos- de las empresas automotrices interesadas en ampliar su mercado. Hoy en Los Ángeles, como en muchas ciudades de los Estados Unidos, es imposible moverse si no se tiene coche, con el costo ambiental y humano que eso implica.
El caso es que Uruchurtu se dedicó a construir el periférico y otras vías para coches, mientras abandonaba la red pública de tranvías y dejaba el transporte en autobús en manos de lo que entonces se llamaba el pulpo camionero, una serie de empresas particulares abusivas, que prestaban un servicio muy malo a precios controlados, muy al estilo del sistema -es un decir- de peseros y microbuses actuales, aunque un poco mejor, con rutas más largas y mejor diseñadas.
El regente que controló la ciudad durante dos sexenios y medio, pues fue primero nombrado por Adolfo Ruiz Cortines y se mantuvo en su cargo durante toda la presidencia de Adolfo López Mateos y durante los primeros años de la de Gustavo Díaz Ordaz, se negó a que se construyera el Metro con terquedad sospechosa y es más que probable que una buena indagatoria histórica encontrara que, como en el caso de los alcaldes de Los Ángeles, también don Ernesto P. hubiera recibido incentivos económicos o favores de parte de las empresas automovilísticas que en su tiempo se instalaban en México para producir coches destinados al mercado interno, convertidas pronto en el principal sector de la segunda etapa de industrialización nacional en pleno desarrollo estabilizador.
El empeño en promover el uso del coche hizo que todas las obras en torno a la Olimpiada fueran vías terrestres: la Ruta de la Amistad -extensión del Periférico-, el entubamiento del Canal de Miramontes para hacer una avenida, las obras de Río Churubusco. Nada de infraestructura de transporte público, solo asfalto y más asfalto, mientras los tranvías languidecían.
Uruchurtu cayó en 1966 como resultado de una conspiración de diputados del PRI, encabezados por Alfonso Martínez Domínguez, que lo acusaron de represor por haber intentado desalojar con granaderos a invasores de terrenos en Santa Úrsula Coapa, una zona que el regente pretendía de alta plusvalía, pues se había inaugurado el Estadio Azteca y buena parte del desarrollo urbano se orientaba hacia allá, cuando se construía la infraestructura para los Juegos Olímpicos de 1968 y se urbanizaba el sur de la ciudad.
Con Uruchurtu fuera de la escena, la gran tarea del nuevo Jefe del Departamento del Distrito Federal, Alfonso Corona del Rosal, fue comenzar la construcción del Metro. En 1967 la ciudad empezó a ser abierta en canal para la introducción de los túneles y dos años después se inauguraron las primeras estaciones y se auguraba el crecimiento constante de la red para cubrir toda la ciudad. Sin embargo, con el cambio de gobierno federal en 1970 las obras se detuvieron y de nuevo se orientó la construcción de infraestructura urbana a las vías para automóviles. Con la construcción del circuito interior se desmanteló buena parte de la red de tranvías y se deformaron varias avenidas para convertirlas en vías confinadas, con horrendos pasos a desnivel.
Durante el gobierno de López Portillo, con Carlos “Gengis” Hank en la jefatura del Distrito Federal, la destrucción urbana alcanzó un nivel superior. Los ejes viales arrasaron los camellones arbolados y se acabó lo que quedaba de la gran red de tranvías de la ciudad. Con todo, el Metro creció entonces sustancialmente y no volvió a detenerse su construcción. El plan maestro publicado en 1985 prometía 17 líneas para 2010 y aunque entre la crisis económica y la tragedia del terremoto el ritmo constructor se ralentizó, no se detuvo hasta la llegada de la izquierda al gobierno de la capital, por fin con autoridades electas. Cuauhtémoc Cárdenas inauguró una línea que impulsó su predecesor, Óscar Espinosa, mientras que López Obrador no construyó ni un centímetro, y de nuevo hacía obras para coches, como el horrendo y saturado segundo piso del periférico, mucho más redituable en lo económico y en lo electoral en el corto plazo.
La triste historia de la Línea 12, gran obra del gobierno de Marcelo Ebrard, será siempre recordada como uno de los mayores gafes de infraestructura urbana de la historia de México, con su cierre de años para ser rehecha y el corolario trágico del derrumbe que causó 24 muertes.
El desprecio del gobierno de Claudia Sheinbaum al Metro no es sino un episodio más de la larga saga de decisiones erradas o tomadas con objetivos de corto plazo para obtener ganancias rápidas que caracteriza a la historia del transporte público de Ciudad de México. La pregunta que me sigo haciendo es por qué han sido los gobiernos sedicentes de izquierda los que más han despreciado la posibilidad de dotar a los habitantes de la metrópoli de un transporte público digno, cómodo, rápido y seguro.