El más afortunado

ALDEA 21
    Por las que ya se han ido, por las que están y las que vendrán. Que nada ni nadie, ni ninguna ley ni promesa, nos aparte del milagro de la vida.
    Ella tiene ahora 89 años y yo todos los años de vida que me ha dado. Soy la continuidad, una extensión piadosa de la suya. Mi primer recuerdo es una canción y su regazo. Una casa antigua de principios del Siglo 20 en Navolato. En las calles del centro. Una sala grande, cuartos, una cocina, espacios y rincones de una construcción de la que sólo quedan recuerdos, pues en nombre del progreso y el comercio se demolieron a finales de la década de los 70.

    Cuando la conocí, había nacido y el mundo en mí también. Fue un 5 de septiembre en el año de 1968. Tiempos convulsos en la política, de violencia y utopías, sobre todo en las universidades. Pero yo estaba seguro el día de mi nacimiento, daban las 7 de la tarde con 45 minutos según consta en los registros del Seguro Social en la ciudad de Culiacán. Desde entonces he sido su hijo.

    Ella tiene ahora 89 años y yo todos los años de vida que me ha dado. Soy la continuidad, una extensión piadosa de la suya. Mi primer recuerdo es una canción y su regazo. Una casa antigua de principios del Siglo 20 en Navolato. En las calles del centro. Una sala grande, cuartos, una cocina, espacios y rincones de una construcción de la que sólo quedan recuerdos, pues en nombre del progreso y el comercio se demolieron a finales de la década de los 70. Ahí se erigió mi explorada infancia y los recuerdos de su cabello largo, negro y lacio frente al espejo de aquel ropero de madera café. Cantaba, se peinaba y sonreía. Ahí vi a mi madre dos veces por primera vez, era ella y su reflejo. Luego estaría presente de todas formas y en todas partes.

    Luego vendría lo demás, eso que no se tiene presente hasta que la conciencia de las cosas nos alcanza y luego entiendes que las respuestas siempre estuvieron ahí. Que sin tener plena conciencia ella estaba, que nadie te ha mirado ni pensado tantas veces. Que por más que intentaste ocultarte y fingir ser otra persona ella te encontró y te reconoció siempre. Que no hubo horizonte lejano, ni camino corto para el olvido y que su piel está hecha de inquebrantable y piadosa memoria. Que somos y hemos sido, como se ha dicho, su alegría y preocupación en un mismo aliento.

    Y así hemos sido y aprendido, en la inagotable paciencia que espera y lo perdona todo, en el resignado entusiasmo por nuestras equivocaciones. Que, aunque crees muchas veces que has entendido, tus errores tienen permiso hasta que, tarde o temprano, logras entender realmente. Y a veces crees que ha sido tarde, que perdiste tiempo y que no fuiste lo suficientemente listo para comprender desde un inicio. Pero en realidad te das cuenta de que no se trataba de eso, sino que cada uno estaba en su lugar y que no era la enseñanza lo que movía las razones de mi madre, sino el amor.

    Y cuando te acercas cada vez más a esa respuesta que te responde todas las preguntas, las dudas se liberan. Y todo se vuelve como en un principio, como cuando la vida se hizo en ella, y así nacen de nuevo todas las posibilidades y se renuevan los motivos. Ella sabe que algunos tardan más que otros y que habrá quien logre mirar después. Pero lo que importa es que al final, cuando tenga que ser, consigas mirar. Por eso habita en ellas una paciencia que trasciende el tiempo y los intentos.

    Yo por eso le creo a mi mamá, porque a pesar de los pesares de la vida, ella no duda ni titubea, no espera respuestas, las da, porque tiene amor y no razones. Por eso es por lo que me reconozco en ella como en cada fibra de mi cuerpo y en cada pensamiento de lo que soy. Porque es como entender a Dios cuando lo encuentras, descubres que no necesitas verla para saber que está allí y que no es necesario tenerla para sentirla.

    Así es mi madre y me siento dichoso de que esté entre nosotros, de verla sonreír y sonrojarse, de jugar a la vida, de sortearla y dejarla ser a su modo, porque aprendió a vivirla y a quererla como a mis hermanos. Ella es mi madre y se llama María Graciela, se apellida Aldapa Santos y yo soy su hijo, al que más ha enseñado y el más afortunado. No sé si lo merezca, pero si de algo estoy seguro es que ella dirá que sí, y yo venturoso de tenerla estaré siempre feliz y enamoradamente agradecido con mi vida, la que ha sido suya también.

    Feliz día de las madres.

    Hasta el próximo martes.