El silencio se convierte en cuna que arrulla y mece a la palabra, mientras que la palabra constituye una penetrante voz que resquebraja las porosas paredes del silencio. Ambos conceptos se atraen y distinguen; uno alude, mientras el otro elude. Sin embargo, ambos se remiten y reclaman, porque su ausencia se torna presencia en la epidermis del otro.
Debemos precisar que el silencio no se opone al lenguaje, puesto que no toda expresión es necesariamente verbal o escrita, de ahí que se pueda hablar de lenguaje corporal, mímico, kinésico, pictórico, icónico, técnico, social, vernáculo, etc.
Ahora bien, ante la sublime e inefable belleza el lenguaje oral permanece mudo, incapaz de poder expresar en toda su inmensidad y riqueza estética el objeto contemplado. Por eso, es común que la persona se quede absorta y sin poder expresar palabra alguna; o, si acierta a decir alguna cosa, su más ardiente frase resulta insuficiente, como manifestó Dante Alighieri en el canto XXXIII del Paraíso: “¡Oh!, qué corto es el decir y qué vago mi concepto”.
Por tal condición, los artistas recurren a virtuales artilugios creadores, pues se sitúan en la remota frontera del lenguaje y pretenden con su obra hacer decir lo que es indecible, mientras presionan con su inspiración la colmena del lenguaje para extraer la dulzura de la palabra, que se epifaniza girando incesantemente entre los agudos dardos de la imaginación.
De ahí que, el poeta austriaco, Hugo von Hofmannsthal, haya recurrido a un escritor ficticio del Siglo 16, Lord Chandos, para recordar que lo que se ha experimentado y vivido, jamás podrá ser reproducido fielmente por el lenguaje, puesto que, según expresó: “las palabras abstractas se me desmigajaban en la boca igual que hongos podridos”.
¿Me expreso coherentemente en el lenguaje del inefable silencio?