Murió Mijaíl Gorbachov tres décadas y un año después de aquel agosto de 1991 cuando un fallido golpe de Estado en su contra marcó el inicio del estrepitoso derrumbe de la Unión Soviética, al final de una larga decadencia que él quiso detener con reformas liberalizadoras a la postre fallidas.
Los seis años de la gestión de Gorbachov como líder de la URSS terminaron en un gran fracaso. Cuando llegó al poder como nuevo líder del Partido Comunista Soviético, renuevo generacional después de la muerte al hilo de los dos ancianos jerarcas que habían sucedido efímeramente a Leonid Brézhnev, último auténtico autócrata de la estirpe de Stalin, la gran potencia nuclear que había surgido de la Segunda Guerra Mundial como uno de los polos de poder mundiales enfrentados en durante la Guerra Fría era ya un cascarón minado por la crisis económica y social.
El país que desde 1917 se había proclamado como patria del socialismo y que durante buena parte del siglo representó la posibilidad de un desarrollo sin desigualdad para muchos ilusionados por el espejismo construido por su propaganda, que nublaba la visión de las atrocidades en las que se sustentaba el dominio de una casta burocrática criminal y abusiva podía mandar naves al espacio y competir en tecnología militar con los Estados Unidos, pero no podía abastecer regularmente ni de papel higiénico a su población. El proyecto nacido de la idea de arrancar el poder a la burguesía para ponerlo en manos del proletariado financiaba a su elite burocrática y militar con la sobre explotación de los trabajadores, en quienes recaía toda la carga fiscal oculta tras jornadas laborales extraordinarias con salarios apenas suficientes para adquirir la canasta básica de subsistencia.
Aquel país de los sóviets, que en 1917 sembró una esperanza libertaria, había acabado convertido en una gran prisión que asfixiaba la libertad de su ciudadanía, perseguía a sus intelectuales disidentes y construía cartabones ideológicos que liquidaban la creatividad artística. Si bien es cierto que las cosas habían cambiado mucho desde los años del terror estalinista, el primer período de tímida apertura interior, durante la década encabezada por Nikita Jrushchov, acabó asfixiado por el marasmo burocrático de la era de Brézhnev, era que terminó en el berenjenal de Afganistán, punto inicial de la crisis terminal que Gorbachov pretendió frenar con su liberalización ideológica y su fallida reforma económica.
Cuando llegó a la cúspide de la pirámide del poder soviético, a los 54 años, Gorbachov representaba un auténtico relevo generacional. De inmediato comprendió que el gran imperio plurinacional y cabeza de un bloque militar y político que se extendía desde el centro de Europa hasta distintos confines de África, además de su isla americana, ya no tenía capacidad alguna de sostener el pulso de la carrera armamentista y la competencia por el control de territorios en distintas partes del planeta de la era de la Guerra Fría. Los años de grandes logros tecnológicos, de estar a la cabeza de la conquista del espacio, habían quedado atrás y el modelo del llamado socialismo real hacía agua por todas partes.
Gorbachov intentó detener el naufragio con un proceso de apertura ideológica, la glásnost, cuyo principal resultado fue la recuperación de la historia, ahogado en el mar de falsificaciones con las que se había construido la verdad oficial de la autocracia. También trató de echar a andar una reforma económica, pero estuvo muy lejos de la audacia de Deng Xiaoping en China, en un entorno demográfico mucho menos favorable. Así, los seis años de su liderazgo fueron un gran fracaso interno, pero con consecuencias extraordinarias en el entorno mundial y para la vida de millones de personas que se vieron liberadas del yugo que se les había impuesto después de la gran tragedia mundial.
La decisión más trascendente para la historia humana tomada por Gorbachov fue la de dejar de imponer el dominio soviético y su modelo económico y social a los países de Europa central y oriental que le había correspondido en el reparto geoestratégico de la posguerra. Como castillo de naipes, el muro de Berlín se vino abajo y tras de él cayeron una a una las tiranías de las pretendidas democracias populares, que no eran ni lo uno ni lo otro. Después de las escenas esperanzadoras de los berlineses de ambos lados de la ciudad destruyendo con picos, palas y martillos el ominoso cerco construido desde 1961, vimos en directo y a todo color la sangrienta ejecución del dictador rumano Ceausescu y su esposa, la revolución de terciopelo de Checoslovaquia, la transición húngara y el triunfo final de Solidaridad en Polonia.
Era el final del turbulento Siglo 20 y la ilusión volvía a nublar la vista de los optimistas. Sin embargo, el colapso soviético no fue tan promisorio como la ilusión del imparable avance de la democracia que se creó con las transiciones del este europeo. Lo de la URSS fue un colapso descomunal: un intento de golpe de Estado fallido, detenido por una sociedad que ya no estaba dispuesta a dar marcha atrás, pero que no le reconocía nada a quien había desatado los nudos autocráticos. Gorbachov, humillado, acabó por renunciar y declaró disuelta a la Unión Soviética.
Tres décadas después, el panorama es desolador. Si bien en algunos países liberados entonces la democracia parece avanzar, en otros, como Hungría y Polonia el retroceso es evidente. Pero donde el desastre es mayor es en las ruinas de lo que fue aquel gran Estado plurinacional concebido por Stalin. En su parte asiática, los países desprendidos de la URSS son satrapías post soviéticas dirigidas por tiranuelos formados en la escuela de cuadros del estalinismo, mientras que en el frente europeo los desgarros del abrupto final del imperio han producido la inicua guerra contra Ucrania.
El antiguo centro imperial, la “Rusia eterna”, atrapada en su trayectoria histórica, acabó por producir un nuevo autócrata depredador en una economía extractora de rentas con rasgos de capitalismo salvaje, lejos, muy lejos del proyecto reformista y tolerante de Gorbachov, quien acabó arrasado por la historia, al margen del rumbo que tomó el mundo cuando se hizo evidente que el fin de la Guerra Fría no había sido el fin de la historia. De ahí que le quede tan bien aquel título de héroe de la retirada acuñado por Hans Magnus Enzensberger.