Habrá personas que no compartan el optimista título que corona la columna de hoy. Para muchos, el proceso del envejecimiento es algo triste y lamentable: la enfermedad aparece, los dolores son recurrentes, la flexibilidad del cuerpo se pierde, las arrugas comienzan a surcar la piel y las lagunas del cerebro se convierten en océanos. En pocas palabras. el deterioro físico y los signos que manifiestan la decrepitud son más que evidentes.
Si a la anterior cauda de preocupaciones le añadimos la jubilación o retiro laboral, con su consiguiente dosis de olvido social, encontramos la fórmula perfecta para alcanzar una muerte anticipada.
Sin embargo, no todo tiene que sonar tan trágico. Quien trabajó duramente tiene derecho a descansar y usufructuar lo que cosechó con su esfuerzo de tantos años. Por desgracia, en nuestra sociedad actual se rinde culto a la juventud y la ancianidad se contempla como una etapa de pérdida, retroceso y minusvalía.
Lógicamente, esta perspectiva es errónea. Cada etapa, lo hemos dicho en otra ocasión, tiene su propia belleza y embeleso, como certeramente señaló Honoré Balzac: “El gran secreto de la alquimia social es sacar todo el partido posible de cada una de las edades de la vida por las cuales pasamos, es decir, tener todas las hojas en primavera, todas las flores en verano, y todos los frutos en otoño”.
Jacques Leclercq en su obra, “La alegría de envejecer”, comparó esta última etapa de la vida con la ascensión de un alpinista: “El que llega a la madurez termina como el alpinista en una cumbre pelada... Uno sigue avanzando y cada vez está más solo... Es la cumbre, pero también es el fin del hombre sobre la tierra. No hay otra manera de avanzar que yendo al cielo”.
¿Preparo mi vejez