Ninguno de los dos era creyente de esos temas de fantasmas, paranormales o de brujería, porque habían crecido en el mismo lugar, en la misma familia o con la misma madre.
Coincidieron en Mazatlán porque aunque eran oriundos de Culiacán, uno había sido enviado de su trabajo a cubrir ausencias en la plaza costera, y el otro porque el taller para el que trabajaba había aprovechado y aceptó un contrato de carpintería de cientos de miles de pesos en la zona de Cerritos.
El que ya vivía ahí era el más presto para todo, para moverse, para sugerir qué hacer y para hallar siempre personas y lugares para pasarla bien.
Lo importante es que cada fin de semana aprovechaban para verse, beber cervezas, compartir recuerdos y las deliciosas comidas preparadas con mariscos del puerto.
El local, de unos 35 años, había rentado ya una casa, en donde preparaban carne asada de vez en cuando, acompañadas siempre con ballenas amarillas, ostiones a las brasas, camarones cocidos, ceviche o aguachiles.
Y por eso llegaba el de 45 años, los sábados por la noche para ver boxeo por la televisión, algo que disfrutaban mucho cuando tocaba quedarse en casa y de buscar tacos de buche o tripa al día siguiente, para hacer más amena la resaca. Esos meses se volvieron medio rutinarios, pero se divertían.
La otra opción era salir a algún bar cerca de la plazuela Machado, como La Querencia, o en Olas Altas, en el bar Time Machine.
Una de esas veces, salieron ambos, junto con la novia del menor.
Se sentaron en una mesa para cuatro personas, pidieron cronchitos y unos tarros de un litro de Modelo Chope.
Poco después de una hora, apareció un indigente, que entre las mesas, rondaba, haciendo trucos de magia con cartas o intentando vender pulseras o aretes hechos de material reciclado.
Una vez vi a alguien que le compró unos aretes que supuestamente estaban confeccionados con tallos y otras partes de la planta de mariguana.
“El Mago”, como se presentaba, llegó a la mesa con los hermanos y el menor le pidió que se sentara.
“Sí, ahora yo traigo para mi cerveza”, le dijo con una sonrisa.
No era la primera vez que se veían, y por lo menos había una relación de camaradas.
Muchas veces, “El Mago”, que vestía como un indigente, pero con pinta de Jack Sparrow, con delineador oscuro, con ropa siempre holgada y oscura, y sombreros extraños, había llegado para salvar la noche del aburrimiento, con sus historias, llenas de misterio.
Era conocido también por vivir en el desagüe pluvial que daba a la playa.
Esa noche, el menor lo intentó nuevamente: ¿cómo te llamas?
“Tú dime ‘El Mago’”, respondía mientras se empinaba el tarro de litro, porque siempre se negó a revelarle su nombre de pila.
Y la relación comenzó precisamente así, cuando una noche llegó a La Querencia y mientras vendía, el menor, en un momento de felicidad externa, le convidó: compa, siéntese, ¿no quiere una cerveza?
Y el indigente, sin chistar, se sentó y desde ahí comenzó la confianza.
Tanto así, que una de esas tantas veces que “El Mago”, que de verdad se sentía con poderes especiales, aprovechó que la novia se había ido al baño para decirle: esa morra no te conviene, ella te va a hacer infeliz toda la vida.
Las historias, en su mayoría, eran tristes, por como la gente era capaz de tratarlo sólo por sufrir de algún nivel de equizofrenia.
Contó que una vez caminaba por la calle y alguien le regaló un bote de cerveza que estaba abierto. Estaba nuevo, sudaba de frío y él tenía mucha sed; le tomó un trago con el que se terminó casi la mitad, pero se negaba a avanzar del mismo lugar, pese a que le urgía moverse, porque la Pacífico nunca le pagaría por la publicidad que él pudiera darle caminando con ese bote en la calle.
Le dio un segundo trago más corto y uno final, para luego continuar con su camino.
Cuando contó esto, el menor se dio cuenta que “El Mago” cubría con su mano el dibujo blanco que formaba la marca de cerveza que estaba impreso en el tarro.
Otra vez explicó que tenía poderes, que podía hacer mal, que podía hasta asesinar con alguna maldición, si era necesario.
Que alguna tarde de verano a mediados de los 2000, fue detenido porque sí, por la Policía Municipal de Mazatlán.
Lo maltrataron por vestir con harapos, lo golpearon con la macana, lo esposaron y lo subieron a la camioneta. En el camino le dieron puntillones con las botas en las costillas, en la cara cachetadas con la mano abierta y le jalaban las rastas cada que se ponía en rojo algún semáforo.
Llegaron a la Barandilla y “El Mago” soltó su maldición: no me tomes fotos.
El oficial en guardia, que le armaba la ficha técnica con sus datos y huella digitales, junto al parte policial, se rió a carcajadas porque lo entendió como una orden.
“No me tomes fotos”, insistió “El Mago”, “porque te voy a maldecir”.
Pues salió del proceso fotografiado.
“¿Y qué le pasó al policía, Mago?”, preguntó el menor.
“Pues, me trató mal, ellos me trataron mal, ellos eran personas malas”, dijo serio.
“¿Se murió?”, insistió el menor.
“Ellos eran malos”, repitió “El Mago”.
La noche, con el hermano mayor siguió entre el intercambio de anécdotas con el personaje interesante, mucha cerveza, más cronchitos y cigarros.
En algún momento de la noche, y con el recuerdo de aquella maldición de la fotografía, al mayor se le ocurrió hacerle una broma al Mago.
“Compa, ya sé lo que puede hacer por lo de la fotos, pero... ¿se tomaría una conmigo?”, le dijo.
El menor recordó que pocos días antes, había recibido un celular nuevo de parte de la empresa para la que trabajaba, con la mejor resolución.
Al sacar el celular, “El Mago” reaccionó sonriendo.
“Está bien”, dijo, “pero con los dos”.
El menor le dio el celular a su novia y se colocó del lado izquierdo del Mago, éste quedó en medio y el hermano mayor a su derecha.
Un par de segundos, flash y sonrisas para todos. El mayor había conseguido evidencia de alguien como “El Mago”, de que existía más allá de verlo en las calles, y podría servir para acompañar las anécdotas del futuro.
“Pero de verdad no te gustan las fotos”, preguntó la novia.
“No me gustan, por eso no se ven, por eso no me veo”, dijo.
Se empinó la cerveza y luego volvió a sonreír.
La noche se hizo madrugada y todos se fueron a dormir.
Cerca del mediodía del domingo, antes de desayunar, el menor se dio cuenta que su celular estaba descargado y lo enchufó a la corriente eléctrica.
Pasaron varios minutos y no pasaba nada. En teléfono no cargaba, no encendía, no prendía ninguna lucecita. Se preocupó porque el equipo era nuevo, así que llamó al jefe y le explicó qué pasaba, que el teléfono era resistente al agua y que no había estado expuesto ni al calor ni a energía eléctrica.
“Sólo hay una manera de hacerlo encender”, le dijo su jefe.
“Reinicialo con la opción de configuración de fábrica”.
El menor siguió los pasos y lo reinició.
Luego recordó lo que pasó la noche anterior, después de que el celular le preguntara que si quería borrar todos los archivos que tenía guardados. Ahí se fue la foto con “El Mago”.