El filósofo de Putin

    Abundan las muestras del interés del régimen en el pensador. Sus obras completas se han reeditado, sus libros fundamentales, ignorados durante décadas alcanzan ahora grandes tirajes. Una delegación oficial rescató hace sus documentos personales para regresarlos a Rusia y el Presidente Putin ordenó la recuperación de sus cenizas y un entierro solemne en Moscú. Ha depositado ofrendas sobre su lápida.

    El poeta polaco Czeslaw Milosz dejó escrito que fue hasta mediados del Siglo 20 cuando los habitantes de muchos países europeos se dieron cuenta, normalmente por vía del sufrimiento, de que algunos libros complicados y difíciles tienen un impacto directo en su propio destino. Lo recuerda Timothy Snyder al advertir la resurrección de un filósofo que parece ser fuente, en alguna medida, de la imaginación de Vladimir Putin. Se trata de Iván Ilyín, un filósofo que había sido prácticamente olvidado y que, de pronto, aparece en los discursos del autócrata como justificación de sus decisiones fundamentales. Abundan las muestras del interés del régimen en el pensador. Sus obras completas se han reeditado, sus libros fundamentales, ignorados durante décadas alcanzan ahora grandes tirajes. Una delegación oficial rescató hace sus documentos personales para regresarlos a Rusia y el Presidente Putin ordenó la recuperación de sus cenizas y un entierro solemne en Moscú. Ha depositado ofrendas sobre su lápida.

    Snyder ha escrito un ensayo fascinante sobre el pensamiento y la actualidad de Ilyín. Se recoge en su libro El camino a la no libertad. Es extraño el caso de este fascista ruso. Escribió contra la Revolución del 17, vivió en el exilio, fue un teólogo, un historiador, un moralista. Murió en el olvido. Hoy sus ideas son más frescas que hace cien años. Si tiene razón Snyder, Ilyín ha tapizado la imaginación del hombre más peligroso del mundo. Las notas de Ilyín modelan una fantasía política tan arcaica como contemporánea. El alma pura de la nación ha de encontrar a un redentor, que, con mano de hierro, salve a Rusia, y al mundo. Frente a la conspiración de Occidente, la flama pura de una violencia liberadora.

    Ilyín fue un admirador de Hitler y, sobre todo de Mussolini. Esa fuerza de las dictaduras era, no solamente saludable para el Estado sino vital para la nación. La única salvación frente al caos era esa voluntad que no se sometía a la ley. Como muchos otros fascistas, Ilyín veía en la nación a un organismo espiritual. Un ser indivisible que no podría ser nunca segmentado. Cuando Ilyín escribía Ucrania, lo escribía siempre entre comillas. Rusia era la inocencia, la salvación del cristianismo en el mundo. Por eso sostenía que todas las guerras en las que había participado, eran guerras defensivas. Esa era su fe y, por lo tanto, no era necesario dar prueba de la nación, era una criatura concebida sin pecado.

    Snyder, el acucioso historiador, se detiene en un rasgo de la teología de Ilyín: la fe hace irrelevante el hecho. Las anécdotas de la historia, los simples sucesos, los datos siempre tan pedestres, no alteran la verdad del espíritu. Lo que insinúa aquí es una especie de justificación teológica de las noticias falsas. La convicción no se debilita por algo tan irrelevante como los hechos.

    Era, por supuesto, antipluralista. El principio de la democracia era “el irresponsable átomo humano”. La libertad electoral le parecía tan absurda como sería el permitir a un embrión elegir su especie. El dictador era pieza central de su teología política. El poder emerge de la nada, como si surgiera desde fuera de la historia. Pero el salvador, en cuanto apareciera en escena, sería venerado por la nación. Ese órgano de redención debe ser, dice Ilyín, un líder varonil, como lo fue Mussolini. Un hombre decidido, rudo, violento. Un caudillo que habrá de librar las guerras que la patria necesita porque la política, no es otra cosa que el “arte de identificar y neutralizar al enemigo.” Al redentor le correspondía esa misión: elegir la guerra.

    Ilyín imaginaba una estructura corporativa en el que cada persona y cada grupo tenía un lugar y cumplía una función. Una sociedad en paz era una sociedad quieta. De ahí el odio que sentía por la clase media. No había peor estamento social que ése porque estaba empeñado en dejar de ser lo que era. La soberbia la impulsaba a desear lo que no le correspondía. Los clasemedieros no aceptaban con dignidad y resignación el lugar que dios había asignado para ellos.

    ¿No están ahí piezas centrales de la imaginación autoritaria de nuestros días? Mito sobre historia, voluntad sobre ley; desprecio por la verdad, odio al dinamismo; nostalgia, enemistad y guerra.