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@rodolfodiazf
Al ser humano siempre le ha subyugado el conocimiento del espacio exterior. Desde la antigüedad cuestionó qué había en las alturas, qué existía más allá de su cabeza.
Apenas el hombre dio sus primeros pasos se inició en el arte de la observación de los astros, estrellas, constelaciones, satélites, nebulosas y galaxias. Poco a poco les puso nombre y describió sus movimientos y elíptica. Incluso, determinó que esos cuerpos cósmicos ejercían poderosa injerencia sobre su vida, pues podían influir en su derrotero, emociones y decisiones. Estas míticas creencias configuraron sus más primitivas cosmologías, antropologías, filosofías y teologías.
Sin embargo, el ser humano pronto comprendió que no debía centrarse o enfocarse solamente en el conocimiento del espacio exterior y comenzó a escudriñar su espacio interior; es decir, el reducto más íntimo en que se gestaban sus concepciones y convicciones. Este giro copernicano quedó expresamente plasmado en el ideal délfico y socrático: “conócete a ti mismo”.
¿De qué le sirve al hombre conocer y desentrañar el espacio exterior si desconoce el interior de sí mismo? Carl Jung expresó plásticamente esta incongruencia: “Tu visión se hará más clara solamente cuando mires dentro de tu corazón... Aquel que mira afuera, sueña. Quien mira en su interior, despierta”.
El conocimiento exterior es semejante a las crestas de las olas que abaten su terrible energía sobre los riscos; en cambio, el mar -en su profundidad- comparte quietud, calma y sosiego.
El místico Thomas Merton fue tajante. Para él, el mítico paraíso terrenal no es lo esencial: “El Paraíso está dentro de nosotros y a nuestro alrededor, pero, ciegos como estamos, no entendemos nada... Así como las nubes cubren el sol, también nuestra claridad está tapada por ideas engañosas. Tenemos ojos y no vemos”.
¿Me sumerjo y profundizo en mi espacio interior?