El endemoniado presidencialismo

    @Giorgioromero / SinEmbargo.MX
    La trayectoria institucional mexicana no deja lugar a dudas: aquí el presidencialismo ha sido el vehículo para la concentración del poder y el aplastamiento de la diversidad. Ya le hemos dado demasiadas oportunidades. Cuando finalmente se supere el actual episodio de arbitrariedad presidencial y abyección de la mayoría legislativa, deberíamos comenzar a pensar seriamente en deshacernos para siempre de los reyezuelos.

    El presidencialismo es, no me cabe duda, el peor lastre de la herencia institucional de América Latina. Copiado, en sus rasgos formales, del arreglo constitucional de los Estados Unidos, se mezcló en nuestros países con las maneras tradicionales de ejercer el poder heredadas de la Corona española y adquirió formas específicas, alejadas del modelo original, donde los defectos del diseño se han visto atemperados por el desarrollo de una política con múltiples contrapesos y la construcción de una organización estatal sólida, sustentada en un orden jurídico vigoroso.

    En cambio, en los países de la América española y portuguesa, la difícil construcción estatal, marcada por una trayectoria institucional de ejercicio arbitrario y personalista del poder, el presidencialismo ha derivado una y otra vez en caudillismos que se colocan por encima de la legalidad o, cuando se ha intentado que opere de acuerdo con su diseño formal, en un conflicto recurrente entre el Poder Ejecutivo y el Legislativo que ha conducido a crisis serias de gobernabilidad, las más de las veces resueltas de manera autoritaria con el encumbramiento de nuevos caudillos.

    La crisis peruana actual no es más que el último episodio de una larga saga histórica donde cambian los países y los protagonistas, pero con desenlaces bastante similares, como en la serie Fargo, producida por los geniales hermanos Cohen. Con independencia del bando con el que cada quien simpatice, lo recién ocurrido con el Presidente Pedro Castillo no es sino la versión en comedia de la tragedia protagonizada en 1991 por Alberto Fujimori. En aquel round el ganador fue el Presidente, que se convirtió en autócrata, mientras ahora ha sido el Congreso el que se ha impuesto, como lo ha hecho frente a los seis presidentes anteriores, debido al diseño constitucional enrevesado que, sin ser parlamentario, le da a la Legislatura poderes suficientes para deshacerse de un Ejecutivo tras otro.

    La Constitución peruana recuerda mucho a la mexicana de 1857, con la que nadie pudo gobernar siguiéndola al pie de la letra y que mantuvo su vigencia durante seis décadas sólo gracias a que buena parte de sus preceptos se convirtieron en meros rituales cuyo cumplimiento se simulaba, mientras que el orden real se basaba en un conjunto de reglas informales arbitradas por el Presidente en turno, primero Juárez, después Lerdo y, finalmente, Díaz.

    La Constitución fue el cascarón formal de un complejo orden donde al final de cuentas el decisor último era el hombre necesario, el caudillo sabio que ponía a cada quien en su sitio, sin contrapesos ni naderías constitucionales. Nadie le venía a Díaz con que la ley era la ley, aunque él se cuidaba bien de guardar las formas. El conflicto entre el Legislativo y el Ejecutivo implícito en el diseño constitucional se resolvió con el sometimiento completo del Congreso al Presidente.

    La Constitución de 1917 pretendió resolver el asunto aumentando los poderes formales del Presidente, pero la esencia presidencialista estaba ahí y al poco tiempo el conflicto reapareció. De nuevo hubo de desarrollarse un complejo entramado de reglas formales e informales para someter a los legisladores: la no reelección inmediata y el control de las elecciones por un monopolio político fueron los pilares institucionales del presidencialismo omnímodo de la época clásica del PRI.

    La autocracia priista, trasunto impersonal del régimen de Porfirio Díaz terminó gracias al desarrollo de un sistema electoral que le quitó el control del conteo de los votos al Gobierno. Entonces emergió una pluralidad que, sin embargo, no siempre fue bien procesada por reglas formales existentes, redimidas después del largo periodo de simulación constitucional. Así, durante los últimos 25 años se fueron creando nuevas reglas para hacer gobernable la diversidad nacional, en un proceso incremental de ajuste institucional que, con avances y retrocesos, parecía ir avanzando de manera progresiva. Poco a poco se iba construyendo un nuevo equilibrio entre poderes y se iban buscando formas para procesar las tensiones entre el Ejecutivo y el Legislativo con reglas que permitieran formar coaliciones negociadas y compromisos de cara a la sociedad. No todo era miel sobre hojuelas, pero mal que bien, después de dos siglos de autocracia, México parecía encaminado a construir una democracia relativamente funcional.

    Sin embargo, bastó con que un nuevo Presidente lograra el pleno control de la mayoría del Congreso para que mucho de lo avanzado se desmoronara. López Obrador ha usado su mayoría en el Congreso para desmantelar todos los contrapesos diseñados durante el último cuarto de siglo como antídotos contra la autocracia que permitieran una gobernación estable de la diversidad nacional, sin imposiciones unilaterales ni arbitrariedad.

    La debilidad presidencial del Perú y la tentación autocrática de México son las dos caras nefastas del presidencialismo latinoamericano: o gobiernos enclenques, obstaculizados permanentemente por Congresos díscolos y fraccionados o autócratas que se imponen sobre las legislaturas para eliminar límites a su poder. Uno y otro extremo acaba por dar malos resultados.

    Después de dos siglos de fallos ya va siendo tiempo de que en América Latina se le corte la cabeza al rey y se abran paso arreglos parlamentarios, donde el Poder Ejecutivo emane de los acuerdos en la Legislatura, de tal forma que el conflicto entre poderes se resuelva en colaboración y se formen coaliciones de gobierno estables, no meros pactos coyunturales o reactivos con caudas de inestabilidad.

    Por supuesto, no existe el régimen político perfecto, pero existe suficiente evidencia internacional acumulada como para percatarse de que el presidencialismo es un desastre que genera ingobernabilidad o propicia la concentración autocrática. No es casual que personajes como Putin, en Rusia, o Erdogan, en Turquía, hayan buscado transformar las reglas parlamentarias en presidencialistas para obtener un poder personal concentrado con el sometimiento de la Legislatura.

    La trayectoria institucional mexicana no deja lugar a dudas: aquí el presidencialismo ha sido el vehículo para la concentración del poder y el aplastamiento de la diversidad. Ya le hemos dado demasiadas oportunidades. Cuando finalmente se supere el actual episodio de arbitrariedad presidencial y abyección de la mayoría legislativa, deberíamos comenzar a pensar seriamente en deshacernos para siempre de los reyezuelos.