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Lo más impactante que sucedió en la marcha que organizó López Obrador en respuesta a quienes osaron confrontar su propuesta de reformar al INE fue el perjurio al principio de la no reelección que hasta hace bien poco los mexicanos teníamos sólidamente arraigado en la conciencia colectiva.
¡Reelección! ¡Reelección! Coreaban a grito de guerra los simpatizantes en la plaza cívica principal, frente a Palacio Nacional, donde la historia cuenta que tuvo lugar la Decena Trágica, en la que Madero y Pino Suárez fueron asesinados en un golpe de estado que hizo estallar la más sangrienta guerra civil en la que nos hemos enfrascado como nación.
¿Habrán tenido conciencia de lo que estaban pidiendo? ¿Les parecerá poca cosa lo que se ha batallado en México para contener las ínfulas que provoca el poder en los desdichados que gozan momentáneamente de un cargo administrativo o de representación popular? ¿O acaso ya solo se dejan llevar por la emoción?
Hoy las pasiones desbordadas disputan con la fría racionalidad, la fuente legítima de la autoridad en el País. Por un lado, discursos oficiales cargados de alegorías que tocan el orgullo y las inseguridades patológicas del mexicano. Por otro, instituciones endebles incapaces de responder los embates.
¿Quién es el responsable del devenir irracional de los ciudadanos, en el que se echa por la borda todo empeño por reformar y fortalecer el Republicanismo y el Estado de Derecho?
Aunque el Presidente se lave las manos, y exponga ante sus feligreses que no tiene intención de repetir en el pode, nadie más que él lleva la culpa de fraguar con tanta insistencia el desprecio que hoy las masas tiran contra las reglas democráticas.
¡Cuánto tardaremos en reponernos! Lo más seguro es que pase toda una generación.
AMLO ha conducido el País hacia una constante enajenación de la vida pública. Se montó en la esfinge semidestruida del presidencialismo, para hacerle creer a la gente, mediante palabras endulzadas con frases que aluden al pueblo, que la salvación del País depende de su sagrada intervención.
Cuántos izquierdistas, que antes marchaban contra gobiernos patrimonialistas, ahora le dan la espalda a la razón crítica, porque entre ellos se dijeron estar del lado correcto de la historia, y porque actuar en sentido contrario les condenaría a ser etiquetados como conservadores, clasistas o aspiracionistas.
Por ese temor y pasión exacerbada, evitan reflexionar con autenticidad sobre la desarticulación de la imparcialidad electoral, la utilización de recursos públicos para formar clientelas políticas, la militarización del País y la ausencia de garantías para un debido proceso. El deber patriótico que profesan es más importante que esos detalles que consideran estorbosos.
El riesgo de una Sociedad Unidimensional, como la que temía Hebert Marcuse, permanecerá latente mientras se nos orille a pensar la moral pública de manera dialógica, en donde solo existen dos caminos irreconciliables: uno bueno, el del “pueblo sabio”; y otro malo, el de los “poderes fácticos”. Una diatriba que no deja espacio a la pluralidad, la diferencia, la autodeterminación y el disentimiento.
Y como los que tienen el poder se asumen en lo correcto, sin detenerse un momento a debatirlo, pues así su lógica los obliga a actuar como en la guerra, a morir o matar, a destruir la otra alternativa, para implantar, ahora sí, y de manera absoluta, lo que ellos suponen una virtud.
Se perciben ya en una lucha que valida todo instrumento para alcanzar el resultado. Fue así como a López Obrador se le ocurrió denostar la primera marcha y menospreciar las inquietudes de otros sectores de la población que no están conformes con su versión de la historia.
El Presidente olvidó que tomar las calles a manera de protesta es un derecho exclusivamente reservado para la sociedad civil. El Gobierno no está facultado para hacerlo, porque su función es eminentemente administrativa. Los gobiernos ya cuentan con el monopolio legítimo de la fuerza, manejan los recursos del Estado, tienen al Ejército bajo su mando, como para que ahora también quieran colonizar cada aspecto de la vida pública.
Las calles no les pertenecen.