Hace unos días, Roberto Gargarella, reconocido filósofo político argentino escribía en El Clarín, un artículo en el que polemizaba con el ultraliberalismo del Presidente Milei. Empleaba las ideas de John Rawls para advertir el peligroso dogmatismo del primer gobernante en el mundo que se describe como anarcocapitalista. Gargarella mostraba la debilidad de la doctrina libertaria que no ve en el Estado más que a un criminal. John Rawls sabía que si nos importan los derechos, es indispensable tener un Estado que sea capaz de garantizarlos.
La pista que abre Gargarella es relevante para el debate político de hoy en México. Rawls fue el gran filósofo de la justicia que cambió las coordenadas de la teoría política contemporánea. Antes de su libro clásico, publicado en 1971, había quien decía que la teoría política era una disciplina agotada que consistía en repetir lo que hace siglos había dicho un grupo de señores muertos. Con un método imaginativo, Rawls reanimó esa disciplina y construyó las bases de un liberalismo igualitario que pretende conciliar libertad e igualdad. Esa es, ni más ni menos, la aportación de Rawls al debate político contemporáneo. Concurrencia entre libertad e igualdad.
Lo que resulta indispensable aquilatar hoy en México es el punto de partida de esta filosofía. No tanto las conclusiones de Rawls, sino el método de su argumento. Si diseñamos una casa que compartiremos con otros pensando que tendremos por siempre el cuarto principal, si levantamos muros y columnas para ser nosotros quienes gocemos de la vista y el clima más templado, estaremos cancelando para otros, el disfrute del edificio. Si nos desentendemos de dónde y cómo vivirán los demás, si tomamos en cuenta solamente nuestro interés podremos construir una casa magnífica, pero no una casa justa. Por eso necesitamos pensar que cualquiera podría dormir en la habitación más pequeña y oscura. De ese modo, cada cuarto sería un espacio digno y confortable.
Lo que propone Rawls es un experimento mental: pensemos por un momento que no sabemos quiénes somos, dónde estamos dentro de la madeja social, qué proyecto tenemos, qué apreciamos y qué tememos. En este juego ninguno sabría si es hombre o mujer, si es heterosexual o es homosexual; si es religioso o ateo; si es deportista o aborrece los deportes; si ganó la última elección o si quedó en tercer lugar. Bajo ese “velo de la ignorancia”, podríamos formar instituciones justas porque no tendrían la marca de la religión más popular, de las tradiciones más antiguas, de los prejuicios más arraigados, la mayoría más reciente. Esa disposición a imaginar que podemos estar en otro sitio es el fundamento de un arreglo razonable que nos cuide a todos.
Eso es lo que olvida el régimen. Pretende cambiar las reglas fundamentales como si la razón estuviera solo de su lado, como si fuera a controlar el poder por siempre. Por eso pretende eliminar de la constitución todos los artefactos que, hasta hoy, ponen límites a la voluntad presidencial.
Los impulsores de estas reformas tan radicales no se dan cuenta que están construyendo una máquina que puede anularlos en el momento en que las simpatías electorales den un vuelco. La arrogancia enceguece a Morena. Se imagina que la mayoría que ha tenido en estos años continuará por largo tiempo. Pretende reescribir la Constitución para que sea, ya no un marco de equilibrios, sino el instrumento de una mayoría despejada. Cuando pierda la mayoría ansiará un tribunal constitucional ajeno a los vaivenes electorales que pueda tomar distancia frente a los poderes del momento. Entonces exigirá respeto por las formas de las que hoy se burla. Cuando aparezca una nueva mayoría echará de menos una institución que, al no pertenecer al Ejecutivo, esté dispuesta a difundir la información que el gobierno se empeñe en ocultar. Cuando el lopezobradorismo pierda la mayoría-y la perderá tarde o temprano-, lamentará haber inventado un árbitro dizque democrático dispuesto a organizar elecciones para que quienes ganaron ayer ganen siempre.
Para frenar el desplante constitucional hay que regresar a lo esencial: las reglas necesitan escribirse para ganadores y perdedores. Para que el ganador no lo gane todo; para que el perdedor no lo pierda todo.