Las palabras no son iguales, cada una tiene su naturaleza, propiedad y peso específico. No es lo mismo decir que una persona está riendo, a expresar que está sufriendo o falleciendo. Por eso, debemos ser muy cuidadosos de cómo empleamos las palabras, así como del sentido, pronunciación, énfasis y sonoridad que les damos. Graves equívocos, ofensas, fatalidades e infortunios se desencadenan por el mal uso de ellas; pero, cuando las usamos de manera adecuada logramos impactar favorablemente a las demás personas, a la vez que obtenemos resultados gratificantes y satisfactorios.
En efecto, las palabras pueden elevar o hundir, retardar o promover, humillar o enaltecer, acariciar o zaherir. Nuestras palabras pueden convertirse en bálsamo que restañe las heridas o en látigo que lacere la carne pobre y desprotegida. Pueden ser aliciente, incentivo, acicate, estímulo, entusiasmo e impulso; o, por el contrario, elementos que provoquen desánimo, desgano, desaliento, depresión, abatimiento y desinterés.
Al hablar, debemos cuidar las palabras, lo mismo que los silencios, ya que éstos pueden tener un peso similar a las palabras o, incluso, ser una masa monumental que las eclipse. Y, lo mismo podemos decir de la palabra escrita, como señaló Edmond Jabés: “tan importantes como las letras que forman las palabras son los huecos blancos que los trazos dejan sobre el papel”. Estos huecos blancos permiten que resuenen más fuerte las palabras, a la vez que estimulan a la serena reflexión sobre las palabras leídas.
El escritor francés, aunque egipcio de origen, narró el enorme peso que adquirió la palabra cuando falleció su hermana: “La voz de mi hermana en su lecho de muerte es quizás en parte responsable del peso que, para mí, va ligado a la palabra; del carácter de desgarro que reviste a mis ojos”.
¿Cuido mis palabras?