El pasado lunes concluyó el primer trimestre del año, un inicio marcado por importantes olas de violenciaen entidades como Sinaloa, Guerrero, Guanajuato y Chiapas. Una expresión particularmente alarmante de esta violencia ha sido el asesinato de elementos de las policías. En los primeros tres meses de 2025, Causa en Común ha registrado 124 policías asesinados, siendo los estados con más casos Guanajuato (17), Sinaloa (16), Guerrero y Michoacán (10 cada uno), y el Estado de México, Jalisco y Tabasco (8 cada uno).
El asesinato de policías continúa siendo una constante en este 2025, con un promedio incluso mayor al de 2024, alcanzando 1.44 casos diarios. Si se consideran los datos a partir del 1 de octubre -inicio del actual Gobierno federal-, el número de policías asesinados ya asciende a 218 casos. Este incremento confirma una tendencia persistente que, lejos de contenerse, parece agravarse con el tiempo.
Este fenómeno no es nuevo. Desde hace más de una década, los elementos de seguridad han sido blanco recurrente de la violencia en regiones donde el crimen organizado mantiene fuerte presencia. No obstante, el hecho de que esta violencia se mantenga y crezca, independientemente del discurso o la administración en turno, evidencia la falta de voluntad y capacidad institucional para revertirla.
El análisis del nivel de Gobierno al que pertenecían los elementos asesinados refleja una constante que se ha mantenido desde el inicio del proceso de militarización de la seguridad pública. Del total de policías asesinados, el 72 por ciento pertenecía a corporaciones municipales, el 22 por ciento a cuerpos estatales, y solo el 6 por ciento a fuerzas federales. Esta disparidad ilustra cómo el debilitamiento de las instituciones locales de seguridad tiene consecuencias directas sobre la vida de los propios elementos y de la ciudadanía.
La falta de recursos y de voluntad política ha colocado a las policías en una situación de gran vulnerabilidad. Por un lado, se observa la ausencia de una estrategia de seguridad coordinada que atienda la violencia generalizada; por otro, el abandono institucional de las corporaciones a nivel local. A esto se suma el crecimiento de grupos delincuenciales que concentran cada vez más poder económico, territorial e incluso político. Esta combinación ha ubicado a las policías en una posición profundamente desigual en la lucha por la recuperación de la paz y la justicia y, en muchos casos, las ha dejado a merced del crimen organizado.
Estos asesinatos no sólo representan una tragedia individual para las familias de las víctimas, sino también un golpe directo a las comunidades, que pierden referentes locales de autoridad y protección. La desconfianza ciudadana hacia las instituciones de seguridad se profundiza cuando los propios agentes son incapaces de protegerse a sí mismos. Esta pérdida de confianza impacta de forma directa en la legitimidad de las autoridades locales.
La violencia contra policías también afecta el funcionamiento mismo de las corporaciones. Disminuye la moral, reduce la presencia territorial, inhibe la denuncia y, en muchos casos, impulsa el repliegue o la renuncia de los propios elementos. En contextos donde se exige a las policías enfrentar al crimen con escasos recursos, su exposición a estos riesgos resulta aún más desproporcionada.
Este abandono no sólo se refleja en las cifras de homicidios, sino también en expresiones concretas de inconformidad. Tan solo en lo que va de 2025 se han registrado 24 movilizaciones de cuerpos policiales en demanda de mejores condiciones laborales, de las cuales 10 han consistido en paros de labores y 12 en manifestaciones públicas. Desde el inicio del sexenio de la Presidenta Claudia Sheinbaum se han documentado al menos 218 acciones de protesta protagonizadas por policías en distintos puntos del País. Estos datos reflejan un malestar estructural que va más allá de los eventos violentos y que tiene raíces en el abandono institucional, la precariedad operativa y la ausencia de mecanismos efectivos de interlocución entre las autoridades y sus corporaciones de seguridad.
A pesar de la gravedad del problema, no se tiene conocimiento de alguna política pública nacional orientada a prevenir, investigar o sancionar el asesinato de policías. Tampoco existen mecanismos de seguimiento que visibilicen este fenómeno desde el Gobierno federal. Su exclusión del debate público y la falta de atención desde el Estado refuerzan la percepción de que los elementos policiacos son prescindibles, y que su muerte es una consecuencia colateral asumida.