La oposición que está en los partidos tradicionales no ha recuperado la confianza de la gente, no han insertado sus prioridades en la conversación pública, no ha generado liderazgos atractivos.

    Los partidos viven para los votos. Son organismos dedicados a buscar votos, a tratar de mantenerlos o recuperarlos. Todas las fibras de esas organizaciones deben dedicarse a comprender los impulsos del elector. Un partido saludable sabe dónde están los votos y, sobre todo, qué significan. Su sobrevivencia depende de su capacidad para reaccionar a su estímulo: asumir la responsabilidad de gobernar, si gana; asumir el deber de cambiar, si pierde. Tan absurdo sería que un partido político que, tras ganar las elecciones, se negara a ejercer el poder, como el que un partido derrotado se resistiera a renovarse. Los rituales democráticos lo anuncian tan pronto se cuentan las papeletas. Los ganadores ratifican su programa y anuncian sus prioridades; los otros aceptan la sanción y anuncian el relevo que se dedicará a recuperar la confianza.

    En esta última parte del ritual se funda el ciclo virtuoso de cualquier democracia. El derrotado estudia su derrota y aprende de ella. No regaña al votante que se equivoca esperando que el mero paso del tiempo le dé la razón. Quien pierde está obligado a aprender de su derrota. Solo así es capaz de hacer oposición. Solo así puede reinsertarse en la contienda. Un partido que pierde es capaz de encarar al gobierno y oponérsele porque se renueva, porque entiende los mensajes de los electores, porque se empeña en acercarse al votante. La democracia instruye a través de la derrota. Con castigos electorales disciplina a la clase política. Si manda el desempleo a los gobiernos, si recorta la representación de los partidos es para llamarlos al cambio. Si son estructuras mínimamente perceptivas, si conservan el reflejo de la adaptación pueden renovarse, mudar de liderazgos, revisar su programa y su estrategia. Si no aceptan esa instrucción caminan a la irrelevancia.

    Hace mucho tiempo que Estados Unidos dejó de ser un ejemplo político para el mundo. Se trata de una democracia de subasta que ha perdido el hábito del acuerdo, mantiene instituciones arcaicas y está marcada por una aguda polarización. Pero en las semanas recientes vimos una interesantísima lección de reanimación política. El Partido Demócrata, funcionando como tal, como organización que va más allá de una persona, como alianza compleja que no es propiedad de un hombre, mostró una vitalidad que parecía perdida. Ante una perspectiva electoral desastrosa, con una candidatura inviable, hizo sonar sus alarmas y, con sorprendente tersura, alentó un relevo en la candidatura presidencial. Una elección que hace unas semanas caminaba al desastre, hoy mira a la elección de noviembre con razonable optimismo. Un partido vivo reacciona a los estímulos del medio, sabe corregir, se atreve a cambiar.

    Lo que hemos visto en México desde hace 6 años es justamente la sordera ante las exhortaciones del voto. Hablo de las oposiciones que desde el 2018, lejos de aprender de sus derrotas contundentes, se empeñan en ignorar. Les ha resultado más fácil reprobar al votante que ejercer la autocrítica. La oposición que está en los partidos tradicionales no ha recuperado la confianza de la gente, no han insertado sus prioridades en la conversación pública, no ha generado liderazgos atractivos. Pero más allá de esas fallas, lo que resulta sorprendente y alarmante es que han perdido hasta el instinto de sobrevivencia.

    Ayer se reeligió el presidente del PRI. El 97 por ciento de los votantes del consejo priista coronó a Alejandro Moreno. Tras la tunda que recibió en las elecciones recientes, recibió un premio. Nadie en la muy historia del PRI había llevado a ese partido a resultados tan desastrosos como los de su jefe actual. Por ese desastre, se le aclama y se le gratifica. ¿Qué puede decirse de un partido donde se impone el dirigente que lo ha llevado a la ruina? En una palabra, que ha dejado de funcionar como partido. La reelección de Moreno significa eso: el PRI no va tras el votante. Con el control que tiene de la estructura, Alejandro Moreno se aferra a un cacicazgo porque el PRI no aspira ya a recuperar el poder.

    El autoritarismo que ha ido formándose en estos años y que está en vías de consolidación constitucional ha tenido como apoyo central el colapso del sistema de partidos. Partidos que han olvidado su deber elemental: buscar votos y entender a los votantes.

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    Agencia Reforma

    @jshm00

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