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LA RAMBLA

El caballo negro y el arroyo

    Cada que Guadalupe pasa por el lugar lo recuerda con cierta emoción de contar una justicia.

    Del lugar no quedan más que pequeñas referencias que ayudan a revelar las fotografías del recuerdo de quienes vivieron y pasaron por ese lugar que todavía lo atraviesa un camino de terracería.

    “Por aquí pasaba un canalito de riego”, explica.

    Y se refiere a una zona en San Pedro, Navolato, a unos metros de la entrada del Centro de Barrio.

    Hoy hay una casa en alto y donde baja, le continúa una de las calles que atraviesa el panteón del pueblo.

    En esa esquina hoy hay una casa de ladrillos con perros que cuidan y gallos de pelea que son criados en jaulas junto a otras gallinas bien atendidas.

    Enfrente los restos de una finca cuyas bardas todavía sobreviven y están hechas de ladrillos gruesos y grandes de los que ya no se ven en estos días.

    Ese lugar te hace pensar en los antiguos habitantes de San Pedro, que construían casa con techos altos para aminorar el calor y banquetas para prevenir inundaciones.

    Ese camino era atravesado por un pequeño arroyo que servía para bañar las tierras de cultivo que existían hace una décadas.

    La referencia sirve porque quienes conocen la zona, sabrán que el lugar está a unos 500 metros de la plazuela del pueblo y la iglesia.

    Guadalupe recuerda a ese San Pedro, de principios del siglo pasado, en la que todavía había cantina, que había pleitos de coyotes y trabajadores del campo.

    “Una vez mi hermano me dijo cómo se escuchó la piel cortada con un puñal”, recordó.

    Que en la vieja cantina porfiriana, había demasiados problemas por los machos que llegaban, la gente de trabajo en la tierra y de valentía aderezada con el sentido de pertenencia.

    Que si no eras sanpedreño, te la hacían de pedo.

    Pues en ese pleito, el hermano mayor de Guadalupe fue testigo cómo una discusión por la atención de una mesera terminó en un duelo a muerte.

    Que se salió el trabajador del campo, con su morral y huaraches, con el coyote, para seguir lanzando amenazas hasta llegar a los golpes y luego a los filos.

    El coyote descontó a su rival chaparro y lo derribó. Cuando este intentaba reponerse, recibió cinco puñaladas en el tórax con una habilidad impresionante.

    Pac, pac, pac, sonaba dice el cuero del pecho del fulano cuando el victimario lo atacó con la daga.

    “Nunca se le pudo olvidar“, dice Guadalupe.

    Y eso era suficiente para Guadalupe y sus primos de la edad para no quedarse tanto tiempo en la noche en el pueblo.

    Porque además había gente armada de pronto con algún revólver que tampoco les temblaba la mano para accionar cuando fuera necesario.

    La otra, no menos aterradora, era una leyenda muy clara: en el arroyo, después de que oscurece, se aparece el diablo en forma de caballo negro.

    Por eso, para ellos, era una acción temeraria ir a la plazuela, cortejar o buscar a alguna chica para platicar y luego regresar el rancho de La Loma por la noche sin sufrir ningún daño, ni siquiera sicológico por la actividad paranormal.

    En esos tiempos era andar a caballo o esperar que algún vehículo fuera para la zona, pero ningún chofer vivía para la zona.

    Entonces uno de esos fines de semana, cuando Guadalupe y sus primos gustaban de ir a la plazuela, le dijo el tío Sejo: no se vengan tarde, porque se les va a aparecer el diablo.

    Y ellos sabían que se referían al caballo negro, daba lo mismo en el nivel de terror que les causaba la frase.

    Aún con las advertencias, Guadalupe decidió irse a la plazuela, había visto a una trigueña que quería volver a verla.

    Y no encontró a su escudero de siempre, Josesito, para ir a la plazuela esta vez.

    Por ello se cambió temprano con sus mejores trapos, se echó colonia y buscó que sus zapatos estuvieran lo más lustrados posible.

    Josesito, con picardía de quien aguarda por una broma, volvió a negar sus ganas de ir.

    La tarde pasó sin problema, los crepúsculos pintaron de rojo y oro, como los bellísimas tardes que regala San Pedro en abril, y Guadalupe pudo pasar un buen rato con la chica trigueña.

    Desde La Loma, Josesito planeó su broma: me voy a esconder en el follaje junto al arroyo y cuando venga Guadalupe haré ruidos como si un caballo que relincha, moveré las ramas y le daré a mi primo el susto de su vida.

    Cayó la noche y Guadalupe se negaba a irse a casa.

    La chica tuvo que retirarse y Guadalupe buscó a algún conocido que lo acompañara para el rumbo, pero no tuvo suerte.

    Por eso se quedó un poco más de tiempo en la plazuela hasta que ya no le quedó más opción que encarar su destino.

    Tomó el camino por la calle Antonio Rosales al oriente, que se nombró al héroe de la batalla de San Pedro contra la invasión francesa en esa tierra, con valentía.

    Josesito vio que alguien venía después de la cuchilla, a la altura del viejo vivero, y se preparó: ese debe ser mi primo, lo voy a asustar.

    Tomó unas ramas grandes de una pingüica y un guamúchil, y se declaró listo.

    Cuando Guadalupe iba atravesando el lugar, Josesito comenzó a mover las ramas y hacer el ruido de un caballo, pero no lo suficientemente fuerte para asustar a su primo.

    Guadalupe se dio cuenta, y detuvo su marcha por dos segundos, cuando vio que su primo Josesito salió de entre las ramas, con la cara desencajada y la boca seca.

    “Vámonos, se me apareció el diablo”, gritó y comenzó a correr.

    Detrás de Josesito, entre las ramas, apareció de un salto un enorme caballo negro, relinchando, tirando patadas con las de adelante.

    ¿De dónde salió?, gritó Guadalupe.

    “Yo quería asustarte”, le dijo José, “pero esa cosa se apareció y me asustó a mí”.