El ¿auto? cuidado de las madres defensoras

Comisión Mexicana de Defensa y Promoción de los Derechos Humanos
11/05/2023 04:01
    El Estado mexicano sigue invitando a las madres defensoras a dejar que ellos se hagan cargo y que permanezcan dóciles llorando en privado el fracaso de un sistema que les prometió que si se esforzaban en maternar apegadas a ciertas reglas, sus hijas e hijos se encontrarían seguros.

    Norma García / CMDPDH

    Trabajadora del área psicosocial de la Comisión Mexicana de Defensa y Promoción de los Derechos Humanos

    @CMDPDH

    Animal Político / @Pajaropolitico

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    El cuidado de las madres defensoras nos concierne a todos. El estado emocional y de salud de cada madre defensora es fundamental para sostener su lucha y la vida que la rodea. Al contrario de lo que se piensa, priorizar su propio bienestar también es un acto político.

    Hasta hace unos años, las mujeres no solían ser visibilizadas como personajes decisivos en la defensa de los derechos humanos, aunque hayan estado ahí desde siempre. No obstante, el lugar de lucha que inicialmente sí destacó y trascendió es el que ocuparan de madres, principalmente las madres de detenidos desaparecidos durante las dictaduras y conflictos armados. No resulta una casualidad que, pese a también ser reprimidas y amenazadas, las madres obtuvieran el reconocimiento social de su lugar de lucha, un lugar que aparentemente no tenía razones políticas ni ideológicas de ser salvo esa esencia inexplicable pero cierta que las une con sus hijas e hijos.

    Hoy sabemos que la maternidad y la crianza sí son políticas, que ese lugar socialmente asignado sí tenía un trasfondo ideológico que, para bien o para mal de las élites en el poder, llegó a ser “tolerado” en sus luchas.

    Las madres no se limitan a exigir los derechos desde el dogmatismo; ellas piensan, sienten y actúan desde el terreno; el vivir el día a día la búsqueda de los suyos, el perseguir la justicia para los suyos, el buscar lugares seguros y dignos para los suyos.

    Pese a lo que conviene hacer creer, la fuerza de la madres no es inagotable ni inquebrantable, las luchas -atravesadas o no por los activismos- desgastan y en demasiadas ocasiones se acaban la salud y la vida de quienes buscan, gritan, denuncian, caminan agencias de ministerios públicos, fiscalías, medios de comunicación, oficinas de funcionarios, servicios forenses y un infinito etcétera de laberintos burocráticos e indolentes.

    Nuestro País está lleno de mujeres que día con día deben debatirse con la expectativa que se tiene de ellas; aún más que todas, las madres son llevadas a rebasar sus límites por una fuerza que sí tiene que ver con el amor, pero también con las imposiciones simbólicas que las rodean y las revisten de una imagen hegemónica de abnegación y sacrificio hasta el grado en que el cuidado propio pasa a ser una de sus últimas prioridades.

    Sí, nuestra sociedad aplaude la abnegación y el sacrificio al mismo tiempo que reprocha fuertemente las formas de acción que no se ajusten a los estándares sociales de lo que debe ser una mujer; por eso la idea de una mujer que lucha, disuena. La sociedad en determinadas circunstancias acepta que las mujeres luchen, solo y solo si lo hacen “flojito y sin molestar”, solo ciertas formas de lucha les son “permitidas” a las mujeres, hay que ser dóciles y no incomodar.

    Así es como una enorme cantidad de personas y autoridades le cierran las puertas a las madres, con el pretexto de no conducirse con “seriedad”, de no seguir absurdos procedimientos burocráticos, de no aceptar sumisamente que se les haga repetirlos una y otra vez.

    Las madres defensoras de sus hijas e hijos siempre tienen prisa, del mismo modo que tuvieron prisa por atender el llanto de sus recién nacidos, la enfermedad que podía amenazarles de muerte durante los primeros años o el cumplimiento de deberes escolares, para que no fueran sancionados con una mala nota o un castigo vergonzante.

    Priorizarse a sí mismas durante toda su historia de maternaje ha sido señalado como un acto egoísta y desde ahí es que para muchas el autocuidado es un asunto de gentes desocupadas. Reconocer los efectos de las múltiples decisiones que toman día a día -y que en gran medida también están atravesadas por la mirada externa- resulta un peso más para la infinita carga mental de lo que deben prever, hacer, resolver, solucionar, corregir, subsanar.

    El autocuidado surge como una forma de nombrar los recursos personales que las mujeres ejercemos para hacer frente a la sobredemanda, para sentirnos seguras de marcar límites hacia afuera, enunciando hasta donde sí podemos y hasta donde ya no y, aún más difícil, hasta donde sí queremos responder a la sobredemanda y hasta donde ya no.

    Se espera que las mujeres deban querer siempre cualquier obligación, cualquier tarea, cualquier sacrificio; siempre, en todo momento y a cualquier hora del día. Las mujeres que no quieren son tachadas de malas: malas mujeres, malas hijas, malas hermanas, malas parejas. ¿Quién querría entonces marcarle un límite al entorno, bajo el riesgo de ser señalada de una vez y para siempre de mala? A veces mala demonizada, a veces mala defectuosa.

    Como la mayoría de los conceptos que se popularizan, el concepto de autocuidado no ha estado exento de intentos de apropiación por parte de actores específicos que activamente tratan de despolitizar individualizando, para revertir los efectos que buscaba generar: la conciencia y el respeto colectivo por los límites de una persona que se hace consciente y se enuncia en riesgo a ser vulnerada por la sobredemanda.

    Si bien debemos ser cuidadosas de no permitir que se vuelva una piedrita más en el costal de nuestra autoexigencia, también es necesario comprender que no existe autocuidado que se sostenga sin un andamiaje colectivo e institucional.

    El cuidado de las madres defensoras nos concierne a todos.

    El imaginario social del ser madre defensora ha llevado a la romantización del no detenerse nunca, de no menguar nunca en la lucha y nos ha llevado como sociedad a no mirar una realidad preocupante: madres defensoras cada vez más desgastadas, con deterioros importantes en su salud, están muriendo mientras se preguntan si sus decisiones son las mejores, si podrían haber rendido más, peleado más. Madres cada vez más desprotegidas por las instituciones, amenazadas, hostigadas, con acceso precario o nulo a servicios dignos de salud pública.

    Enfermedades como el cáncer, la hipertensión, la diabetes, padecimientos gástricos, dermatológicos, son casi la regla de lo reportado por las madres sobre las preocupaciones por su salud, a veces tardías, y se relacionan en un sentido u otro con la agudización y la cronificación de los estados de estrés que atraviesan. Los sistemas de salud estatales –que no todos los profesionales de la salud– radican sus formas de atención en negar la relación de sus padecimientos con la situación de impunidad.

    Los servicios estatales de atención psicológica a víctimas insisten en forzar duelos que no se pueden elaborar, duelos por los seres queridos ausentes, duelos por las vidas violentamente arrebatadas, duelos por la tierra y formas de subsistencia despojadas, por los años perdidos que no volverán. Se les envía a relajarse, a dejar su lucha, a pasar página, a olvidar. ¿Cómo olvida una madre cada 10 de mayo la injusticia cometida contra su hija o hijo, contra ella misma, el silenciamiento de su lucha, la impunidad?

    El Estado, aún hoy, sigue esforzándose por disuadir a las madres de sus particulares y características formas de exigencia, pugnando por regresarlas al lugar que -patriarcal como es- también les asigna; “invitándolas” a dejar que ellos se hagan cargo, que permanezcan pasivas, dóciles, llorando en lo privado el fracaso de un sistema que les prometió que si se se esforzaban en maternar apegadas a ciertas reglas, sus hijas e hijos se encontrarían seguros.

    El cuidado de las madres defensoras involucra también el reconocimiento de su capacidad de agencia y los motivos de su lucha.

    Mujeres de avanzada edad, que proyectaban algún plan para la vejez, conocer y convivir con los nietos, encontrar tiempo para -ahora sí- disfrutar de sus hijos, descansar tras el arduo trabajo que significó la crianza, encuentran hoy esa oportunidad negada por la violencia generalizada, por ser privadas de disfrutar a sus familias en paz.

    Mujeres que huyen, que han tenido que separarse de los suyos para mantenerse a salvo o enviarlos lejos para ponerlos a salvo. Mujeres madres de luchadoras y luchadores sociales, que cada día encomiendan sus hijos a Dios.

    Mujeres jóvenes echando a andar sus proyectos de vida no solo se plantean el derecho a decidir si desean ser madres; las que lo desean, hoy mismo analizan cuánto miedo les invade al imaginar siquiera un futuro donde sus hijas e hijos sean desaparecidos, reprimidos, abusados, torturados.

    Mientras el País celebra, las madres luchan, siguen buscando, viendo a sus hijas e hijos crecer y envejecer injustamente privados de libertad, siguen atendiendo crisis familiares, económicas, educativas, laborales, cuidando, viendo cómo se va la vida, la suya y la de los suyos.

    Mientras el sistema administra el sufrimiento; mientras enfrentan procesos y actores burocráticos, indolentes, negligentes, cínicos, omisos; mientras se les niega atención médica digna; mientras se les niega protección acorde a sus niveles de riesgo “porque sus temores son infundados”, porque a lo mejor imaginan las amenazas, porque exageran, al fin mujeres, que “siempre exageran”.

    Mientras ellas se encuentran afuera de las fiscalías, de las comisiones de derechos humanos o atención a víctimas, se platican, se juntan, se cuidan. Ellas hacen.

    Las otras mujeres, madres o no, vemos, aprendemos: a las madres defensoras no se les cuida forzándolas a desistir ni tampoco forzándolas a no desistir. Se les cuida escuchándolas, pero escuchándolas de veras, escuchando cuidadosamente hacia donde se mueven sus deseos, sus cansancios, donde se asientan sus pausas para tomar aliento y donde se respetan sus decisiones

    Las madres son la vida que se mueve, que late, que resiste.

    La autora es Norma García, trabajadora del área psicosocial de la CMDPDH; también realiza acompañamiento psicoemocional y psicoeducativo independiente en contextos de violencia de género.