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"Opinión"

"El ángel exterminador"

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    Como pocas veces tengo oportunidad de echarme a los brazos del ocio, no me pude resistir al repaso de cuatro joyas del cine de Luis Buñuel: El gran calavera; El perro andaluz; Los olvidados; y El ángel exterminador.
    Sin duda, los cuatro son filmes clásicos e imperecederos a los cuales vale la pena volver y volver para comprendernos y reencontrar nuestro sitio en una sociedad extraña, paradójica, absurda, violenta, desigual, en suma, surrealista como la nuestra, de ahí que no pierda la oportunidad de apachurrarse en el sillón y ver El ángel exterminador, porque es la fotografía exacta del momento que vivimos. Me explico.
    Esta joya de 1962, como dijo Buñuel, trata sobre “un grupo de personas que, una noche, al término de una función teatral, va a cenar a la casa de una de ellas. Después de la cena, pasan al salón y, por una razón inexplicada, no pueden salir de ahí”.
    Y aunque el escueto resumen de Buñuel es exacto, creo que le hace un flaco favor a la profundidad y genialidad de su obra. Ni la gente atrapada ni el sitio del encierro son cosa cualquiera. Los recluidos por esa “razón inexplicada”, son la crema y nata de la alta burguesía y las cuatro paredes donde transcurre la degradante trama son las de uno de los muchos salones de la lujosa mansión Nóbile, ubicada en la calle Providencia (nombre cargado de ironía) de la ciudad de México. Sin piedad alguna, así como lo hizo en Los olvidados retratando con exactitud a los pobres de barriada, esta vez utiliza a los ultra ricos para desvelar sus miserias, lo efímero de su refinamiento y la fragilidad de su condición y dignidad humana. Aquí los ricos son tan o más vulnerables y precarios que los pobres.
    Como sucede en el cine surrealista, los detalles de muchas escenas desnudan una realidad más ilógica que fatal. No hay cálculos ni razonamientos que valgan para terminar de comprender los eventos del presente, ni predecir con exactitud el futuro de los recluidos en el salón. Buñuel recupera la riqueza de la espontaneidad y el absurdo, para regalarnos algunos guiños cinematográficos: la repetición de escenas que parecen errores de edición, la aparición de animales que deambulan por las escaleras, manos amputadas que caminan hacia un destino que solo ellas conocen, la presencia del día y la noche en una habitación donde nadie parece echar en falta las ventanas.
    Pero lo más extraño de todo, es la fuerza que mantiene a todos los presos en la habitación. Las horas de los días de encierro transcurren entre el hastío, la rabia, desesperación, impotencia, y una creciente irritación que termina por desplazar los modales y convenciones rancias que vienen de la mano del linaje y la alcurnia, dando paso al protagonismo escatológico de esa serie de necesidades fisiológicas que igualan a una exquisita cantante de ópera o al señor Nóbile con cualquiera de sus camareros. La poderosa fuerza exterminadora, nulificó la razón de todos los presentes impidiéndoles armar una estrategia para dejar tras de sí el recinto. Solo los empleados de la mansión, fueron capaces de salir, pero la antes exquisita burguesía quedó atrapada. Nadie era capaz de traspasar los límites del salón, así como nadie de afuera era capaz de ver o detener lo que ahí sucedía.
    Me detendré aquí para no chafarle la desconcertante recta final de la trama, y que usted saque sus propias conclusiones cuando la vea. Lo que sí le adelantaré son algunas de las proximidades del filme con estos días que pasan y nos traspasan.
    Tan repentino como el vivido por los 22 actores de El ángel exterminador, fue nuestro encierro: un domingo en algún lugar de Oaxaca, López Obrador nos exhortaba a salir a comer a fondas y restaurantes, y al otro López Gatell declaraba la fase dos del confinamiento. De la noche a la mañana cientos de miles de hogares en México se convirtieron en aquel salón de la calle Providencia donde faltan algunos alimentos, el aire y la cordura. La convivencia forzada entre cuatro paredes desveló a sus moradores su incapacidad para conversar, convertir al ocio en aliado, rellenar con algo significativo el vacío que dejan las muchas horas frente a la pantalla, dejó en claro el desánimo para aprender o reaprender algo, reír, la falta de hobbies, imaginación, la falta de fibra para resistir durante una hora el peso de un libro entre las manos. Miserablemente aburridos.
    La “fuerza inexplicada” terminó por abollar el sentido común y la empatía de miles y miles de obtusos que se resistieron a reconocer el protagonismo mortal del coronavirus. Las cifras de contagiados y muertos en el mundo no fueron suficientes. La “fuerza inexplicada” del ángel exterminador les echó a la calle como lo hizo con los empleados domésticos de la mansión de la calle Providencia. Les hizo hervir la sangre obligándoles a “escapar”, a apiñarse con sus otros, a huir del encierro, a donde sea, daba igual si era la tienda, el porche o el patio de una casa, lo único que importaba era seguir el deber dictado por el imperativo de “vacacionar”. Da igual quién lo deba pagar.
    Y así como estos inconscientes fueron víctima y presa de la misteriosa fuerza del ángel exterminador, también lo fueron las autoridades gubernamentales federales. ¿Por qué ralentizaron tanto tiempo decisiones vitales? ¿Por qué el pasado informe de la presidencia, fue eso, una empalagosa historia de unicornios, duendes y princesas, y no un plan estructurado del abecé para poner freno a las secuelas de la pandemia? ¿Qué fuerza malévola se apoderó de López Obrador que le está llevando a actuar con tanta torpeza?
    La que se avecina en las próximas semanas, pareciera ser la historia de un filme surrealista. De esos que se resisten al absolutismo de las interpretaciones definitivas, pero que tampoco rehúyen a las enseñanzas de su esencia: nuestra realidad no tiene ni pies ni cabeza.