Continuando con el tema de las máscaras, debemos destacar que constituyen un elemento muy preciado para conservar el anonimato. Los escritos que se firman con seudónimo no son necesariamente una práctica nociva, porque se utilicen para golpear sin piedad y sin dejar huella. También se pueden usar para hacer pertinentes aclaraciones y denuncias ante los abusos, corruptelas e injusticias, sin sufrir escarnio o la persecución de cualquier índole, llámese política, académica o religiosa.
El filósofo René Descartes es conocido por algunos como “el filósofo enmascarado”, porque se cuidó mucho de aparecer con ideas que pudieran señalarlo como hereje o intolerante. Incluso, al enterarse del juicio que se le seguía a Galileo por defender el heliocentrismo, en lugar del geocentrismo, decidió abstenerse de publicar su Tratado sobre el mundo y adoptó el lema latino larvatus prodeo (enmascarado avanzo), como un actor que se esconde tras una máscara:
“Como los comediantes llamados a escena se ponen una máscara para que no se vea el pudor en su rostro, así yo, a punto de subir a este teatro del mundo en el que hasta ahora solo he sido espectador, me adelanto enmascarado ‘larvatus prodeo’”, escribió en sus Cogitationes privatae.
Sin embargo, el anonimato también se ha utilizado para golpear y denostar, como subrayó Federico Campbell en su novela Pretexta o el cronista enmascarado, donde retrató la situación del País antes del golpe al periódico Excélsior, el cual ocurrió el 8 de julio de 1976, cuando el Presidente Luis Echeverría Álvarez arremetió contra la libertad de expresión.
Campbell habló de un periodista llamado Bruno Medina, quien para sobrevivir se vio en la necesidad de escribir artículos difamatorios contra su maestro y amigo Álvaro Ocaranza (nombre ficticio para identificar el periodismo independiente de Julio Scherer).
¿Me escondo en perversos anonimatos?