El autor español, Antonio Gómez Rufo, escribió un libro titulado “El alma de los peces”, donde narró la historia de Bruno Weiss, quien vivía en la ciudad austriaca de Wiesberg a finales del Siglo 19. Una joven, llamada Stefanie, estaba enamorada secretamente de él, pero Bruno parecía contagiarse del ambiente frío y de la nieve perpetua que caía sobre esa pequeña comunidad, así que la desairó y no le hizo caso, pues su corazón estaba congelado por la ambición y deseaba dominar el mundo entero.
Mientras recorría Europa, Bruno escuchó en París la extraña y prodigiosa historia de un Pez-Dios, que se dejaba engullir por otros peces más grandes y los devoraba desde dentro.
Me pareció oportuno mencionar este libro cuando hemos celebrado Navidad, pues el niño cuyo nacimiento conmemoramos está intrínsecamente relacionado con la figura de los peces. Entre sus primeros discípulos sobresalieron unos toscos hombres que tenían por oficio ser pescadores, y, metafóricamente, los llamó para encargarles otro ministerio y convertirlos en pescadores de hombres, además de que fueron testigos de una pesca milagrosa realizada por su maestro, cuando ellos ya habían intentado obtener una pesca apropiada y no pudieron pescar nada.
De igual forma, de la boca de un pez obtuvo Pedro la moneda para pagar el tributo al César, siguiendo las instrucciones de Jesús. Asimismo, Jesús multiplicó cinco panes y dos peces para dar de comer a toda una multitud. Y, por si esto fuera poco, los primeros cristianos se reconocían entre sí por la figura de un pescado y un acróstico (ixtís, palabra que en griego quiere decir pescado). Además, las letras del acróstico son las iniciales de esta frase: Jesús Cristo, Hijo de Dios, Salvador.
Este pez no devora, se comparte en alimento.
¿Tengo alma de pez?