A cualquiera aterran estas imágenes de inundaciones que arrastran lodo, ramas e incluso coches. Ver el metro en China totalmente inundado, los ríos desbordados en Europa, el hospital en desalojo en plena tormenta en Atizapán nos hace sentir nuestra vulnerabilidad. En México y en otras partes del mundo estamos siendo testigos y sufriendo las afectaciones por grandes volúmenes de lluvia que causan daños materiales y humanos. No es que no hubiera inundaciones antes. Los registros históricos de cualquier sitio nos darán cuenta de tragedias previas. Acá el asunto es saber que estos eventos cada vez serán más extremos y más frecuentes. Esto ya es un hecho.
Nos corresponde entonces pensar qué vamos a hacer al respecto. Primero, dejar de echar leña a la hoguera sería una buena idea. Reducir -no paulatinamente sino de forma acelerada- nuestras emisiones de gases de efecto invernadero particularmente dejando de extraer y quemar combustibles fósiles. Segundo, asumir que nos debemos adaptar. Ya estuvo bueno de esta visión limitada y miope de que podemos controlar a la naturaleza y hacer lo que nos plazca. El agua es poderosa y reclama su espacio, si no se lo damos, lo toma. Esto en términos prácticos significa que no sigamos tratando de ganarle espacio. Rellenar y construir en un humedal o en una barranca, como se está haciendo en varios puntos del Valle de México, es el perfecto ejemplo de lo que no hay que hacer.
Hay experiencias alrededor del mundo de cómo dejar los espacios de inundación disponibles para el agua es la mejor manera de protegernos frente a inundaciones. Además, mantener, recuperar y restaurar ecosistemas es otra tarea absolutamente estratégica si queremos sobrevivir. Cada ecosistema tiene su relevancia y su forma de funcionar pero todos requieren de agua y la encauzan a donde se requiere cuando hay en abundancia. Cuando el agua topa con cemento es cuando vienen los desastres.
Se habla un montón del suelo de conservación como espacio indispensable para la infiltración. Es verdad, pero también hay que hablar de las zonas de tránsito y descarga del agua porque son parte del ciclo y requieren su propio manejo. Una zona de descarga, como su nombre lo indica, es donde va a salir el agua. Ahí donde de forma natural habría cuerpos de agua ya sea permanentes o estacionales. Si ahí construimos, lo hacemos bajo nuestro propio riesgo porque el agua va a volver ahí. Regresando a la Ciudad de México, no estamos en la posibilidad (ni en el deseo) de reubicarla pero sí de asegurar que el agua tenga a dónde correr. No sólo dejemos la tarea al drenaje. Aseguremos más espacios verdes inundables, más captación de agua de lluvia, más planeación de riesgos a escala de colonias, demos el paso adicional de quitar cemento y tubos para dejar los ríos correr de nuevo. Dejemos de permitir la voracidad inmobiliaria y la infraestructura que prioriza el uso de coches para extender más y más el cemento a expensas de los ecosistemas y de nuestro futuro.
Si permitimos al agua su espacio, ella también será más generosa con la ciudad y nos ayudará a regular el clima, a sufrir menos la otra cara de la moneda: las sequías, las olas de calor, los incendios y la falta de acceso al agua. Dejemos la arrogancia de controlar la naturaleza y seremos más resilientes frente a la emergencia climática.
Suscríbete y ayudanos a seguir
formando ciudadanos.