Nada hay más engañoso que la idea que nos hacemos de nuestra vida, ese juicio sumario que nos amarga porque pensamos que no ha valido la pena o ese juicio, también a bote pronto, con el que nos creemos un éxito. La razón asiste, como nunca, a Shakespeare en este punto: “La vida, dijo, es una historia contada por un idiota con demasiado ruido y furia”. Lo que creemos ser es el resultado de esa voz que va editando lo que nos pasa o lo que hacemos, logramos o perdemos; y siempre es una versión sesgada, cuya tonalidad obedece a pinturas superficiales como el estado de ánimo o a tinturas que lo penetran todo como nuestros valores. Y, además, están ahí de fijo nuestros complejos o traumas que con su recalcitrante negro dan un brochazo capaz de borrar hasta las más inequívocas evidencias.
Uno es ese idiota que termina de echar a perder su vida cuando, encima del fracaso, todavía le pone un tono melodramático a lo que se dice al oído. Y uno también es ese listillo idiota que, envanecido, infla con aclamaciones sus raquíticos triunfos. Porque, en el fondo, no importa si la idea que tenemos de nuestra vida es buena o mala, pues en todos los casos uno se equivoca, la verdad es otra; la vida es algo que nunca sabremos ni supimos, que está perdida irremisiblemente, ya que, encima, nadie la atestiguó, y no por haber estado solos, sino porque los demás estaban demasiado ocupados contándose su propia mentira.
Si hubiera un Tribunal de la Objetividad, una instancia imparcial que emitiera su veredicto, que luego de estudiar los elementos que han constituido nuestra vida nos dijera: “Tu vida fue esto”, escucharíamos el fallo y le pondríamos peros, pues esa vida nos sonaría ajena, incluso desconocida, no obstante que sería efectivamente la nuestra. A ese grado somos de necios.
Y claro está que entre las necedades hay unas benéficas y otras tóxicas. Que es más satisfactorio encarar nuestra vida con una sonrisa que con una mueca de desprecio; pero quizá lo preferible sea dudar un poco, sospechar de la firmeza de nuestra autoevaluación, pues la duda, como estrategia general, nos pone a salvo, lo mismo de la fatua satisfacción del rumiante que se imagina un semidiós no pasando de ser más que una vaca echada, que de la depresión abismante de quien se flagela por sentirse menos que cucaracha, cuando la verdad es un espléndido y rozagante ratón.
Pero como en el asunto de juzgar la vida es todo tan subjetivo e ilusorio que ¿a quién podría importarle la verdad? y, más aún, ¿existirá alguna verdad a propósito de la vida?
@oscardelaborbol
Sinembargo.MX