Hace casi 37 años, a mis 14, me compré un libro con mi sueldo de alfabetizador, que aún me sigue estremeciendo: Crimen y castigo.
Ya tenía tiempo comprando libros, desde los 12, cuando mis padres me autorizaban ese gasto. Pero ahora se dio una diferencia sutil.
El libro estaba en casa de uno de mi tíos, en una edición de lujo y pude habérselo pedido prestado... y quedarme meses o años con él. Pero en ese momento me nació comprarlo porque la portada me atrajo y el diseño y olor de sus páginas: no venía plastificado como sucede hoy y podía hojearse.
Aparte, esa mañana yo tenía dinero porque trabajaba en las tardes como alfabetizador en mi colonia y ganaba 2 mil pesos al mes, por lo que me dejé llevar por el impulso y compré ese libro de 180 pesos cuando una ida al cine salía en 30 pesos... sí, fue el nacimiento de una vocación de comprar buenos libros por el gusto y la retribución lectora.
Y no me pareció desperdicio gastar en un libro que podría leer gratis solicitándolo en una visita. Descubrí esa mejor forma de apropiación.
Crimen y castigo no solo es una crónica de un complejo de culpa, sino la dimensión de cómo el alcoholismo y su neurosis superan bastante los candados de la vida diaria.
Quién sabe si Dostoievski, dotado de un psicoanalista y medicamentos apropiados, hubiera podido escribir sus grandes novelas. A lo mejor, la misma receta hubiera prolongado un poco más la vida de Hemingway, quien se suicidó a escasos días de cumplir 62 años: una edad a la que a José Saramago le llegó el reconocimiento internacional.
Sócrates decía que la vida no examinada no valía la pena vivirse. Pero Sócrates estaba contento consigo mismo. En cambio, el personaje dostoievskiano de Memorias del subsuelo dice: “Les juro, señores, que una conciencia demasiado lúcida es una enfermedad”. Y más adelante: “¿Qué hombre, en plena posesión de su conciencia, podría respetarse?”.
Muchos nos enamoramos de Sonia, la pequeña prostituta amiga de Raskolnikov, el asesino. Quizá solo eso nos pasa a los que la leímos jóvenes... José Luis Cuevas contó que se obsesionó con ella y cuando lo traté, hablamos de ella, varias veces.
Yo la leí en la traducción de Rafael Cansinos Assens (no sabía que era un gurú de Borges) y me cayó gorda porque en las notas al pie se la pasaba señalando los errores y las omisiones de la traducción francesa, de un tal Chuzeville, “La versión de Chuzeville omite esa última frase”... Pero algo tiene de razón: muchos clásicos rusos nos llegaron a partir de las traducciones al francés y con todos sus errores pasaron al inglés y al español. Una señora llamada Constance Garner tradujo varios a partir del francés, sin saber nada de ruso.
Nabokov se quejaba de eso y decía que la “f” final en Nabokov y otros apellidos era un invento francés... así como la palabra “Kremlin”, que no existe en ruso.
Por culpa suya vi de otra manera a Dostoievski, cuando leí los comentarios ácidos de Nabokov, quien no lo admiraba. Chejov, Tolstoi y Turgeniev siguen siendo modernos, pero para él, Dostoievski sucumbe ante su sentimentalismo de folletín y palabrería vana, quizás a consecuencia de que sus últimas novelas las dictaba a su secretaria y luego esposa.
Ni siquiera le pone nombre a los árboles o vemos la raza de animales: un árbol es un árbol y un perro es un simple perro.
Ahora creo que gracias a esa transparencia y falta de intención a descripciones locales logró llegar a más lectores y crear un estilo muy moderno, ágil y poderoso.
Cito a Dostoievski: “El verdadero dolor, el que nos hace sufrir profundamente, hace a veces serio y constante hasta al hombre irreflexivo; incluso los pobres de espíritu se vuelven más inteligentes después de un gran dolor”.
Sólo quien ha vivido algo parecido, puede encontrarse y concentrarse con Fiodor Mijailovicj Dostoievski, nacido hace 200 años, en un mes de noviembre como este.