México, en unos cuantos años, se sumió en la noche de la violencia, se convirtió en el país de las fosas donde madres buscaban a sus hijos, escarbando con sus propias manos.

    Este marzo se cumplen diez años de que se formó el Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad, tras el asesinato del hijo del poeta Javier Sicilia, en Morelos. Su tragedia personal, parte de la tragedia colectiva de miles de mexicanos y migrantes que fueron brutalmente asesinados esos años, significó un antes y un después para nuestro país. Recordarlo hoy es importante, porque las víctimas de la violencia no solo se siguen sumando, sino que no han encontrado justicia. Tampoco han encontrado generosidad en el gobierno de López Obrador, quien no quiso siquiera atenderlos personalmente, cuando se manifestaron en el zócalo hace justamente un año, tras la masacre de niños y mujeres de la familia LeBaron. En cambio, vergonzosamente, los recibió una turba de provocadores, defensores del presidente, para agredirlos. Y es que, como en aquel año en que el movimiento surgió, en el relato oficial actual ya no caben las víctimas, aunque las haya por miles y exista una oficina para atenderlas. Solo las mujeres asesinadas, debido al enérgico reclamo del movimiento feminista, han logrado escapar a una narrativa que ha desaparecido a las víctimas de la violencia.

    Lo recuerdo hoy también cuando el presidente dice que los movimientos de la sociedad civil no han contribuido en nada en los últimos años, en una de esas declaraciones que suele hacer y que carecen de veracidad y en este caso de decencia. Diez años llevan las víctimas que levantaron la voz en dos mil once clamando por justicia, diez años sin encontrar reparación. Si en algún momento pensamos que este gobierno sería sensible a sus demandas, nos equivocamos. López Obrador lo que pretendía, visto con la perspectiva que da la distancia, era que las víctimas otorgaran su perdón (y su olvido) para que el nuevo gobierno no se tuviera que hacer responsable del inmenso problema que representa la impunidad e injusticia que padecen decenas de miles de mexicanos golpeados por la violencia en la última década. Investigaciones que no se han hecho, homicidios impunes, culpables libres, madres que siguen buscando a sus hijos, sabiendo que quizás encuentren sus restos, pero no encontrarán justicia para ellos ¿quién los mató? ¿por qué? ¿dónde están los culpables? Son preguntas que las autoridades tampoco quieren hacer hoy, como no querían hacerlas hace diez años cuando surgió el Movimiento por la Paz.

    Y es que hay que recordar que fue justamente gracias a la emergencia del movimiento que se evitó que se siguiera criminalizando a las personas asesinadas, ocultando la verdadera naturaleza de los crímenes. Como se sabe, durante la guerra calderonista, territorios enteros fueron entregados a grupos criminales que estaban coludidos con autoridades municipales, estatales y federales. La corrupción del Estado dejó completamente inermes a miles de víctimas que al día de hoy no han encontrado justicia. Pasajeros de autobuses, vendedores de pintura, turistas, migrantes, estudiantes, mujeres, se convirtieron en “cuerpos” tirados a orillas de la carretera o restos en fosas clandestinas, o polvo, solamente polvo.

    México, en unos cuantos años, se sumió en la noche de la violencia, se convirtió en el país de las fosas donde madres buscaban a sus hijos, escarbando con sus propias manos.

    Hace diez años, la brutalidad del asesinato de su hijo le arrebató al poeta Sicilia la voz de la poesía y le entregó en su lugar la voz desgarrada del dolor, del suyo y de los demás, los que no tenían voz. Le debemos al movimiento que encabezó la reivindicación de lo humano en medio de lo atroz, el clamor de justicia generalizado, que a la larga terminaría con la guerra contra las drogas del presidente Calderón. Como una marea, las voces del dolor de miles de mexicanos que habían permanecido silenciadas resonaron en el país: en los diarios, en la radio, en el Alcázar del Castillo de Chapultepec. El movimiento logró que la injusticia, la total barbaridad de las masacres, los asesinatos y las desapariciones, así como el dolor de madres, padres e hijos resonará en la consciencia pública que, hasta ese momento, consideraba a las personas asesinadas y desaparecidas como bajas colaterales o criminales. La voz de las víctimas le cambió el rostro al país y también el rostro al gobierno quien se vio obligado a escucharlas y reconocerlas.

    Hoy, diez años después, recuerdo, con nitidez, una tarde que escuchaba por una transmisión de internet improvisada una reunión de la caravana en el norte donde hablaba un padre que había perdido a su hija. La voz desgarrada de su dolor, sus lágrimas en la plaza, eran parte de un duelo público, una misa fúnebre donde el país hablaba herido. Su valentía, la de todas las víctimas, la del poeta que perdió la dicha de la poesía, logró desnaturalizar el horror y ponerle palabras a una violencia casi innombrable. Todavía hoy me lleno de lágrimas al recordar esa tarde de abril en que, con el corazón enrabiado, leí un poema en el zócalo en la que sería la primera manifestación del movimiento: en mi recuerdo mi padre sigue, bajo del templete, esperándome con los ojos llenos de lágrimas.