Hoy, día de la Constitución, el Presidente Andrés Manuel López Obrador presentará solemnemente su proyecto de desmantelamiento constitucional. Usará el más venerable de los recintos parlamentarios para ofrecerle al país un presidencialismo sin estorbos ni pudores. Quiere arrancarle a la Constitución todo aquello que la hace norma imperativa y dejarla como un texto inerte. En un artículo único se podría resumir el proyecto del populismo constitucional. El Presidente de la República, como encarnación suprema de la voluntad popular, tiene autorización plena para poner en marcha su proyecto y no habrá tribunal, comisión, consejo o instituto que pueda vigilar su actuación. La última palabra de la Nación es la palabra presidencial. Ninguna institución pública contravendrá la voluntad del Presidente de la República que expresa la voluntad del pueblo expresada en las urnas. Toda la estructura del Estado ha de coordinarse eficazmente con el Supremo Poder Ejecutivo para cumplir, con disciplina y lealtad, sus instrucciones.
Si la iniciativa corresponde a lo que el Presidente ha ido adelantado en las últimas semanas, si corresponde a lo que se ha filtrado recientemente en la prensa, la propuesta presidencial sería auténticamente histórica. No hay precedente en la historia constitucional mexicana de un proyecto de tan abierta convicción anticonstitucionalista. Ni los episodios del constitucionalismo conservador del Siglo 19, ni en el proyecto presidencialista de Venustiano Carranza había esa explícita intención de aniquilar a la ley como norma que sujeta, que disciplina, que limita al poder político. Eso y no menos significa la extinción de los órganos autónomos unida a la devaluación institucional y sometimiento de la Suprema Corte y los órganos electorales. El efecto de esa reforma sería tener un gobierno que no necesite escucharse más que a sí mismo; un gobierno que tenga el permiso de violar la ley y la Constitución sin consecuencia alguna. Desmantelar a la Constitución como pauta obligatoria del poder es la consumación política del “humanismo mexicano.” Que nadie vuelva a decir que la ley es ley.
Como en otras ocasiones, la iniciativa presidencial no tiene como propósito su aprobación. El Presidente sabe que no tiene los números para aprobar una reforma constitucional. Si echa a andar el mecanismo legislativo es para intervenir en la campaña presidencial y reactivar la polaridad que tan buenos dividendos le ha traído al régimen. La mafia del poder, la oligarquía, el aparato neoliberal tienen hoy una nueva personificación: el Poder Judicial. El Presidente termina su gobierno con un odio que resume todos los anteriores. Los partidos del viejo régimen, los oligarcas, los neoliberales tienen como último refugio a la judicatura y el conjunto de instituciones autónomas que fueron construyéndose a lo largo de los años. Terminar con el neoliberalismo implica demoler definitivamente esos refugios de la antipatria. El Presidente ha llegado a la conclusión de que el verdadero enemigo de su proyecto es el armazón de legalidad que le exige respeto a los derechos de los otros y que lo obliga gobernar caminando por las veredas que traza la ley. Lejos de buscar consejo para acoplar su proyecto al trazo de las leyes, el Presidente ha culpabilizado a los agentes de la neutralidad como si fueran siniestros conspiradores. Porque no acepta el descuido jurídico de su administración culpabiliza de todos los males a las leyes y, sobre todo a los jueces, a los comisionados o consejeros de órganos autónomos que tienen la desfachatez de cumplir con su deber constitucional.
La iniciativa que se presenta hoy es una forma de intervenir en la elección y, al mismo tiempo, un preparativo para el golpe de septiembre. Hoy se ensayará lo que se buscará después de la elección federal, una vez que se integre la nueva legislatura. El Presidente no quiere negociar hoy ni querrá negociar en el último mes de su mandato. No le interesa construir una reforma por consenso, pretende una reforma aplastante. Su desprecio al diálogo con las oposiciones es revelador: no quiere una Constitución que sea el marco de las coincidencias esenciales. Pretende convertir a la Constitución en la plancha que legitima las exclusiones.