El jueves de la semana pasada, en una acción tan precipitada como infructuosa, se abrieron las puertas del rancho Izaguirre en Teuchiltán, Jalisco, para que la prensa, casualmente la mayoría afín al oficialismo, diera cuenta de lo que ahí se encontraba. Sin embargo, al lugar también arribaron colectivos de madres buscadoras y el resultado fue desastroso y doloroso.
Escenas distintas a las que se dieron a conocer en días previos, un terreno mucho más ordenado que el que habíamos conocido, y la pretensión obsesiva por hacer aparecer el predio como un lugar de adiestramiento, más no de exterminio. Evidentemente el propósito no se cumplió: no sólo no se alteró la narrativa respecto a los desaparecidos, sino que el operativo exacerbó los ánimos.
Supongamos que el montaje hubiera sido un éxito, que se hubiera podido sembrar con algo de credibilidad la versión de que la Oposición estaba alimentando una farsa, que lo de las madres buscadoras era inexacto, que el Gobierno federal tenía todo bajo control y que la culpa, en todo caso, recaía en el Gobierno de Jalisco. Sin duda hubiera sido una victoria en el terreno de la percepción, pero además de eso, ¿qué hubiera ganado el Gobierno? Según yo, nada.
El asunto de los desaparecidos, más allá del exterminio in situ o no, sigue siendo gravísimo. Ese es el problema: con demasiada frecuencia se confunde la percepción con la realidad. Son muchas las energías que invierte el oficialismo para imponer una narrativa cuando, si la mitad de ese impulso lo encaminara a buscar soluciones a los problemas, tendríamos al menos otra conversación pública.
La Presidenta puede sostener todos los días que la economía está fuerte, y es posible que contagie a una buena parte de la población de ese entusiasmo, empero, esa percepción está lejos de desterrar las señales recesivas que hoy emite la economía. Las percepciones, insisto, no suplen las realidades.
Por lo pronto, este lunes, el Secretario de Seguridad al compartir las primeras declaraciones de “El Lastra”, confirmó lo que las madres buscadoras nos habían adelantado: en el predio Izaguirre se reclutaban sicarios mediante engaños, se les adiestraba, y a quienes no cumplían con las expectativas, se les liquidaba. Un exterminio. Más allá de la obsesión semántica del Gobierno, la prensa internacional desde hace días ya emitió su veredicto: se trata de un sitio de adiestramiento y exterminio.
Ojalá, reitero, se empleen más energías en encontrar de manera colectiva las soluciones que un problema de tal envergadura reclama, y se empiece a abandonar la obsesión por adueñarse de una narrativa a modo. Hoy, darle credibilidad a la investigación pasa por integrar un grupo de expertos independientes que, como se intentó en Ayotzinapa, aporten el prestigio y la solvencia técnica de la que carecen las fiscalías. Ojalá se retome ese camino, a todos nos conviene.