Los 100 compromisos presentados por la Presidenta de la República incluyen aspectos positivos, pero no delinean aún la política integral que México necesita con urgencia en materia de derechos humanos.
Desde luego, lo anunciado en materia de derechos sociales, derechos de las mujeres y derechos ambientales es positivo. En particular, que se reconozca expresamente la necesidad de impulsar la transición energética frente a la crisis climática y que la primera Presidenta anuncie medidas para erradicar la violencia contra las mujeres es encomiable.
En derechos civiles y políticos, sin embargo, el panorama es distinto. Es positivo que se haya retomado el compromiso de esclarecer el caso Ayotzinapa, pues las madres y los padres de los 43 no han accedido a justicia y verdad plenas, pero la crisis de desapariciones trasciende por mucho a un solo caso y no se están presentando medidas extraordinarias para atender esta crisis. Acciones básicas como retomar la construcción de instituciones especializadas en lidiar con el rezago forense y como el fortalecimiento de las debilitadas instancias de búsqueda, así como la rearticulación del muy deteriorado Sistema de Atención a Víctimas, no han sido anunciadas.
De forma similar, es positivo que se haya insistido en que siempre se ordenará a las Fuerzas Armadas respetar los derechos humanos. Pero, como lo puede constatar quien esté en territorio y no en escritorio, las dinámicas de violación a los derechos humanos en México no se explican sólo por la existencia de instrucciones explícitas de las autoridades civiles o castrenses que ordenen los abusos. Las corporaciones policiales y militares, lo mismo que las fiscalías y las policías ministeriales, actúan conforme a patrones de abuso de la fuerza y coacción a las personas detenidas que una y otra vez se reproducen inercialmente, al margen de lo que los mandos ordenen. La reciente masacre de migrantes en Chiapas a manos militares, ya en este sexenio, lo muestra con dolorosa nitidez. Y es que en este tema la cuestión no se juega no sólo en las órdenes, sino también en los controles, y hoy -por la innegable militarización- ya no tenemos controles civiles externos robustos para vigilar con independencia el actuar de las Fuerzas Armadas.
Igualmente, es positivo que se haya refrendado el papel de la Comandanta Suprema, pero es lamentable que se niegue esta evidente militarización con el frágil argumento de que en México no hay estado de excepción y sí Presidencia civil, razonamiento que resulta similar a los que planteaban anteriores administraciones, al tiempo que ampliaban las facultades y los recursos de las Fuerzas Armadas. Justamente por ello, siendo positivo que se haya reconocido la responsabilidad de Estado respecto de la masacre del 2 de octubre de 1968, es una oportunidad perdida que en este acto se haya diluido la responsabilidad de las Fuerzas Armadas, caracterizándolas como inocentes sujetos pasivos de las instrucciones dadas por civiles, sin avanzar -por ejemplo- en transparentar los archivos militares.
Igualmente, es positivo que se exprese el respeto a la diversidad política, social, cultural, religiosa y sexual, pero este compromiso entra en tensión con la afirmación de que se seguirá promoviendo la reforma electoral prevista en el “Plan C”, pues la eliminación de tajo de las candidaturas plurinominales iría en detrimento de la representación de la pluralidad del País.
Del mismo modo, es positivo que se enuncie el compromiso de respetar el Estado de Derecho, pero el apoyo incondicional a la reforma judicial, incluyendo la premura para llevar adelante la elección de 2025, es incompatible con esa promesa, pues la reforma lesiona el Estado de Derecho. Precisamente por ello no es sorprendente que esta reforma se haya impugnado y es a todas luces desproporcionado que la mera admisión de algunas de estas instancias se califique como “golpe de Estado”.
En suma, aunque el sexenio en ciernes parece abrir oportunidades para las luchas contra las desigualdades y a favor del medio ambiente, persisten las muy justificadas preocupaciones sobre los derechos civiles y políticos; sobre la continuidad de la violencia exacerbada y sobre la debilidad del Estado de Derecho. En estos ámbitos, seguir las inercias heredadas por la administración previa será insuficiente. Cuestiones como el rumbo de la reforma judicial -en la que es un buen mensaje de la Presidenta descartar la amenaza de juicio político a las y los ministros con que han amagado irresponsablemente algunos legisladores-; o como la inminente definición entre continuidad o cambio en la maltrecha CNDH permitirán sopesar si hacia adelante dominarán solamente estas inercias.
En este mismo orden de ideas, será fundamental lo que se anuncie en materia de seguridad, pues detrás de fenómenos como la crisis de desapariciones se encuentra el avance del control territorial de la macrocriminalidad. Realidades como las que enfrentan Sinaloa, Chiapas o Guerrero -donde el asesinato con decapitación del Presidente municipal de la capital de la entidad marca un oprobioso nuevo hito- confirman que la mera inercia respecto de políticas fallidas del anterior sexenio no bastará.
La llegada al poder de la primera mujer Presidenta es en sí misma un logro para los derechos, que debe reconocerse y celebrarse; el sexenio apenas inicia y a todos y todas interesa que a México le vaya bien. Al mismo tiempo, es importante enunciar desde el comienzo las áreas donde se requiere corregir el rumbo para (re)construir la ruta de derechos. Esa es precisamente la labor de los organismos civiles: visibilizar y nombrar, sin agenda partidista y documentando objetivamente, aquellas parcelas de la realidad que suelen quedar inadvertidas, pues como bien se dijo hace unos días, sólo lo que se nombra existe.