Era muy bonita, estaba en la flor de la edad. Qué tristeza, querido lector, y qué rabia que haya muerto. Desaparecida durante días, la policía fue incapaz de encontrarla viva. No sabemos qué le ocurrió, pero sí podemos presumir que fue acosada por un taxista y por ello se bajó del coche donde viajaba cuando venía de una fiesta en la que, además, la habían abandonado sus amigas. Se intentó proteger, como lo haría cualquier mujer. Aún no se esclarece qué le ocurrió después al entrar al motel Nueva Castilla, a la orilla de la carretera, en el que encontraron su cuerpo.
México es un país feminicida, y es muy probable que la hayan atacado y asesinado. Mujeres desaparecidas, luego atacadas sexualmente y después asesinadas. No es una situación nueva, es por desgracia, algo común que diariamente y desde hace mucho enluta a este País. Mujeres que son asesinadas por ser mujeres sufren crímenes de odio. Se llama feminicidio, pero hasta hace poco no teníamos la palabra para nombrarlo. Por eso, el subregistro de esos crímenes es inmenso y su verdadera naturaleza fue ocultada por mucho tiempo.
Mujeres que aparecen en brechas, en basureros, en parques, en canales, en cisternas. Es una realidad con la que vivimos a diario. En Ecatepec como en Morelos como en Chihuahua como en Jalisco o la Ciudad de México. Los violadores y asesinos están en todas partes, o en cualquiera, que es lo mismo. Es la suma de varias culturas: la cultura misógina, la cultura de la violación, la cultura de la impunidad. Esta mezcla fatal produce que haya hombres capaces de atacar a una mujer sin ser necesariamente criminales, o al menos que ellos mismos se reconozcan como tales, porque sus actos no tienen consecuencias, son impunes.
Hombres comunes y corrientes, aparentemente, se transforman en victimarios violadores si ven la oportunidad de atacar a una mujer ¿cuál es esa oportunidad? Básicamente, que una mujer esté sola, y sea vulnerable por edad o condición, por ejemplo, se le antoje y pueda salir impune. Así, dicho con brutalidad. El abuso es un acto de poder violento enmascarado en un acto sexual. Claro, en este rubro hay un abanico inmenso que va desde los asesinos y violadores seriales hasta los acosadores de ocasión. No son lo mismo, pero están enfermos de lo mismo. De otra manera no se explica que prácticamente en cada calle o cada esquina de este país pueda haber un ofensor de mujeres y no pocas veces, en cada familia.
No todos los hombres lo son, no sobra decir. Muchos se han educado de maneras menos misóginas, es cierto. Pero aún así la cultura machista empuja en la sociedad los mecanismos para perpetuar estas violencias, tanto en el discurso como en los hechos: “¿qué hacía sola a esas horas?”, “le pasó por borracha”, “¿dónde estaban sus papás?”, “¿cómo no sabe de la violencia?”, “es su responsabilidad por andar sola”. La normalización del discurso misógino sirve para exculpar a los hombres violentos, obviamente, si las mujeres son las responsables de las violencias que padecen. En el fondo, lo que la violencia machista busca es escarmentar a las mujeres por atreverse a ser libres y autónomas. El límite a su naturaleza libre es impuesto a través de la fuerza bruta, e ilegal. Es un pensamiento, una masa simbólica que atraviesa toda la cultura, por desgracia, por lo que podemos encontrar sus rastros en todos lados. A veces, de manera cruda, a veces de manera sutil y hasta educada.
El problema, que es sistémico y terrible, está animado por el Estado mismo cuando no sólo es incapaz de evitar estas violencias a través de campañas de concientización y de castigos efectivos, sino que forma parte activa al garantizar la impunidad de criminales, o al ejercer directamente la violencia contra las víctimas. Sabemos, por ejemplo, que los gobiernos permiten y toleran en todos los estados la trata de mujeres que grupos criminales cometen en el País, no desarticula las bandas que secuestran mujeres para esclavizarlas sexualmente.
Un Estado incapaz de garantizar que las mujeres no sean atacadas, es a todas luces, un Estado cómplice y un Estado fallido. Mientras existan desapariciones, violaciones, acoso y asesinato de mujeres impunes, este País no puede exigirles a las mujeres que formen parte del pacto social como si éste las beneficiara y no las discriminara. Tampoco puede exigirles que se comporten de manera pacífica en la gestión de “sus inconformidades”. Es más, las mujeres bien harían, haríamos, en empezar a pensar en tomar el poder del Estado, porque somos mayoría. Es hora de que la vida y seguridad de las mujeres se convierta en una prioridad nacional. No de los otros, los que tienen el poder, es decir, de los hombres, sino de nosotras mismas, para nosotras mismas. No como lo haría una candidata mujer de un partido político, un instrumento más de la cultura patriarcal, sino con una real agencia feminista.
Nos están matando, sí. Llevamos meses, años, gritándolo. No están matando por ser mujeres. Nos están matando en todo el País, todo el tiempo. Es evidente que la clase política no hará nada al respecto. Es evidente que nuestras vidas no forman parte de las prioridades de ningún Gobierno, sea comandado por un hombre o por una mujer de cualquier partido político. Del Presidente, que podría impulsar potentes cambios a nivel nacional, mejor ni hablamos. A él no le preocupan las vidas de las mujeres, ni la de los niños, ni la de las víctimas de la violencia y cree que los feminicidios se combaten con la misma enfermedad que los causa: la cultura tradicional machista y misógina.
Espero que se esclarezca la muerte de Debanhi, así como espero que todas las mujeres desaparecidas sean encontradas con vida, a la brevedad y que las mujeres asesinadas encuentren justicia, que ni una más sea violentada en este País.
Hasta que eso no suceda, las mujeres tenemos derecho a llenar sus plazas, pintar sus monumentos, tomar el País con nuestras exigencias y gritarles, una y otra, y otra vez: Justicia. Justicia. Justicia.