La muerte de la Reina Isabel II del Reino Unido no solo nos atiborró de rituales solemnes con toques de cursilería día y noche por la televisión y en los videos compartidos a través de las redes sociales, sino que provocó divertidas polémicas sobre la personalidad de la fallecida, su papel histórico, los crímenes ancestrales del Imperio Británico y lo arcaico de la tradición dinástica, resabio milenario que, sin embargo, ha vuelto a ser un recurso para evitar crisis de sucesión en los regímenes totalitarios, como Corea del Norte o en la vecina Cuba.
Las autocracias o monarquías son la forma institucional que adoptaron los Estados primigenios surgidos de la violencia militar de bandidos asentado en territorios para extraer rentas productivas a cambio de protección y algunos bienes públicos, pero por su carácter personalizado constantemente se veían envueltos en guerras sucesorias a la muerte de los caudillos que encabezaban a la banda de guerreros en la que se sustentaba la dominación de la población a la que robaban, “pero poquito”, para usar la frase de uno de los ejemplares más grotescos de la política mexicana. De ahí que en muy diversas partes del mundo surgieran reglas de sucesión dinástica que evitaran el conflicto. La herencia del poder de padres a hijos o de hermanos a hermanos se desarrolló históricamente como un mecanismo para reducir la violencia y dar certidumbre de largo plazo al dominio. Tan arcaico como hoy nos pueda parecer, contribuyó de manera notable a la estabilización de los Estados y fue crucial para su expansión.
La monarquía, que etimológicamente une monos -uno, solo-, con arkhe -mandar, era considerada por Platón y Aristóteles como una de las formas puras de gobierno, frente a la tiranía, que era su reflejo impuro, deforme. Significa, así, que la decisión última de las cosas del gobierno recae en una sola persona. En sentido estricto, los reyes medievales no fueron monarcas, pues solían depender, para cobrar impuestos y formar ejércitos, de la aquiescencia de sus vasallos; de ahí que en prácticamente todos los reinos medievales surgieran cuerpos representativos: el Parlamento en Inglaterra, las Cortes en Castilla o Aragón, los Estados Generales en Francia. Las monarquías modernas surgieron en la medida que los reyes desarrollaron mecanismos para cobrar impuestos sin tener que pactarlos con los señores feudales, como los privilegios monopolísticos concedidos por los reyes castellanos a cambio de jugosas tajadas de rentas.
Curiosamente, en Inglaterra la monarquía pura y dura tuvo una historia corta e inestable. A diferencia de lo que ocurrió con las Cortes castellanas o los Estados Generales franceses, el Parlamento nunca desapareció; por el contrario, desde la ampliación de la clase propietaria propiciada por Enrique VIII después de expropiar las tierras de las órdenes monásticas y vendérselas a los antiguos arrendatarios, la fuerza parlamentaria fue en aumento y fue crucial para gobernar el pequeño reino insular, al grado de que en el Siglo 17 el Parlamento derrotó en una guerra civil al Rey Carlos I, lo juzgó por traición y lo decapitó. Aunque 10 años después su hijo, Carlos II, volvió al trono e intentó erigirse el monarca absoluto, a su muerte, su hermano Jacobo II no se pudo consolidar en el poder y fue destronado por el Parlamento en 1688. A partir de entonces, Inglaterra, primero, y el Reino Unido, después de la unificación de los parlamentos de Escocia e Inglaterra en el Siglo 18, no fue ya nunca más una monarquía y los reyes gradualmente se convirtieron en figuras meramente ceremoniales, decorativas, atracciones turísticas un tanto casposas.
En cambio, en México la mayor parte de nuestra historia el gobierno ha sido de carácter monárquico, a pesar de vestirse con ropajes republicanos. La mayor paradoja de nuestra historia ha sido que si bien los liberales enarbolaron un proyecto republicano, federalista y representativo para derrotar al monarquismo conservador, una vez en el poder construyeron una monarquía centralista que simulaba los rituales de una república, pero funcionaba como una autocracia personalizada. La Revolución Mexicana estalló precisamente como una crisis de sucesión abierta cuando el monarca envejeció y se hizo necesario su reemplazo. La imposibilidad de sustituirlo por alguien de su propia coalición de poder llevó al país a 20 años de violencia recurrente e inestabilidad.
El nuevo arreglo solo se consolidó cuando se aceptó que cada Presidente fuera un monarca, aunque con su poder limitado estrictamente a seis años. Las crisis de sucesión se evitaron con la creación de un mecanismo hereditario, si bien no dinástico, por medio del cual el autócrata menguante designaba personalmente a su sucesor, después de un proceso de auscultación y negociación secreta con los factores claves de la coalición de poder. Monarquías sexenales con horizonte de largo plazo y ropajes republicanos, aunque también cargados de rituales solemnes y cursis.
Solo durante breves períodos se ha interrumpido la tradición monárquica mexicana, de fuerte raigambre en la trayectoria institucional heredada del Virreinato. El efímero y malhadado gobierno de Francisco Madero, donde el Congreso jugó un papel central en su debilitamiento y caída, los años formativos del régimen de partido único, cuando los generales y los caudillos locales ejercían de contrapeso a la Presidencia de la República con base en organizaciones locales especializadas en la manipulación electoral y con la amenaza de rebeliones armadas, y los años del régimen de la transición democrática, entre 1997 y 2018, cuando dimos pasos tentaleantes en la construcción de una República auténticamente representativa, han sido las excepciones en una larga trayectoria de poder unipersonal.
Desde la llegada a la Presidencia de López Obrador la tendencia ha sido hacia la reversión monárquica. No solo porque logró construir una sólida coalición en el Congreso, disciplina casi sin fisuras, sino porque ha hecho todo lo que ha podido por minar la autonomía de los espacios estatales que habían sido sustraídos de la arbitrariedad presidencial y se habían convertido en oasis de gestión profesional en el desierto del sistema de botín de la administración pública mexicana. Además, la militarización progresiva de la gestión estatal va en sentido directamente opuesto a la construcción de un orden democrático sin poderes absolutos.
La tragedia de México, y del resto de América Latina, es que no le hemos cortado la cabeza al rey. No se trata, por supuesto, de poner una guillotina en el Zócalo para ejecutar al monarca, pero sí de una profunda reforma institucional para acabar con el presidencialismo, que tan frecuentemente engendra tiranuelos o, por el contrario, propicia ejecutivos extremadamente débiles acorralados por el Congreso. La ruta del cambio debería ir hacia el parlamentarismo, como hicieron los ingleses desde hace más de tres siglos.