Les quitaron el bozal y la correa. Dejaron de darles línea. No saben qué hacer, no saben para qué sirve la libertad de expresión de la que ahora gozan, porque siempre han escrito y hablado ante el micrófono o la cámara por consigna, vendiéndose al mejor postor. Eran servidores del poder y se sentían parte de él. Entre los poderosos, a los que veían como iguales, se sentían a sus anchas. A su amparo hacían negocios, colocaban a sus parientes y socios, ganaban influencia, amasaban grandes fortunas; se volvían, más que líderes de opinión, estrellas; eran conductores carismáticos de masas que podían –si el monto era el correcto- elevar hasta las alturas a un político o defenestrarlo según conviniera a los intereses de su patrocinador en turno.
Sus grandes “éxitos” periodísticos se debían generalmente a filtraciones. Eran sólo servicios prestados al gobierno en turno o a los que aspiraban a sucederlo; golpes con dedicatoria para un adversario interno; encargos del concesionario para el que trabajaban, o provocaciones para vender más caros sus servicios. Nunca investigaban, sus fuentes estaban siempre en los pasillos del palacio o en los sótanos del poder. Sus grandes revelaciones eran resultado de los planes de la inteligencia política o militar.
Sin pisar jamás la calle pontificaban sobre los movimientos sociales, justificaban las masacres asumiendo como propia la verdad oficial en todos los casos. En un país de reporteros pobres que se juegan la vida a cada paso, estos columnistas y presentadores de medios electrónicos se disfrazaban a veces de intrépidos corresponsales de guerra y se prestaban a los montajes organizados por jefes policiacos y militares. Jamás corrieron riesgo alguno, jamás se atrevieron a incursionar en las zonas conflictivas del país y menos todavía se les vio participar en ninguna de las muchas marchas que se hicieron para denunciar el asesinato de una reportera o un reportero.
Sin salir de sus oficinas o de los estudios de radio y TV, sin jugarse el pellejo como aquellas y aquellos que intentan contar lo que realmente sucede en este país, su santa indignación ante los hechos de violencia era y sigue siendo solo una mascarada. Nunca les ha silbado un tiro cerca. No comprenden a las víctimas, su dolor, su indignación, su reclamo de verdad y justicia, y se dan el lujo de descalificar su lucha, de emprender incluso campañas de desprestigio en su contra. No han estado con ellas cuando hurgan la tierra en busca de sus seres queridos ni las han acompañado cuando se plantan frente al poder.
Hoy ven su bolsillo y sus pretensiones afectadas. Ya no rondan el palacio ni los buscan, zalameros, los gobernantes. No son ya como ellos, no comen en los mismos restaurantes, no viajan en el mismo avión privado o en la misma clase. Tampoco reciben la llamada de amenaza o la oferta para que contengan sus críticas. Han dejado de vender sus entrevistas, sus reportajes a modo. No son ya el oído atento, la pluma servil, el espejo para el gobernante en turno. Ya no cobran al Gobierno de la República, ni por hablar ni por callar. Están desesperados. Están rabiosos.
Durante los últimos 12 años se deshicieron en elogios para tres de los presidentes más infames de la historia reciente de México. Callaron ante la traición y la corrupción de Vicente Fox Quezada; se sumaron gozosos a la exaltación de la pareja presidencial. Justificaron el robo de la Presidencia perpetrado por Felipe Calderón y, presentándolo como el gran pacificador, hicieron suya la sangrienta e inútil cruzada desatada por el michoacano para hacerse de una legitimidad de la que de origen carecía. A Enrique Peña Nieto, al fin y al cabo un producto mediático, lo cubrieron de alabanzas por sus reformas y cerraron los ojos y la boca ante la escandalosa corrupción de su gobierno y las masacres y desapariciones masivas ocurridas en su sexenio.
En tres elecciones jugaron a ser juez y parte; sin ningún recato, fueron el instrumento de la guerra sucia contra Andrés Manuel López Obrador. Una guerra que costó mucha sangre al pueblo de México y gracias a la cual se embolsaron centenares de millones de pesos. Estos periodistas y presentadores sembraron el odio, fomentaron el miedo, polarizaron irresponsablemente a la sociedad. Llamaron “mesías tropical”, y con mil epítetos más, al hoy Presidente de México; calificaron de “fanáticos” a los que lo seguimos, “ignorantes” a los que lo llevaron con su voto a Palacio Nacional. Sirvieron –y lo siguen haciendo- como caja de resonancia de las mentiras y calumnias tejidas para destruirlo; promovieron y promueven el desprecio en su contra.
Los integrantes de la hoy llamada comentocracia, de esa elite periodística que ha servido al poder las últimas dos décadas y que ha mantenido el monopolio de las grandes audiencias controlando los espacios más importantes en canales de TV, estaciones de radio, diarios y revistas, son corresponsables –por acción u omisión- del fraude electoral de 2006 y de la compra de la Presidencia en 2012 y, por tanto, cómplices de un crimen de lesa democracia.
Son también corresponsables del crecimiento exponencial de la violencia pues avalaron con sus alabanzas la guerra de Felipe Calderón y luego guardaron ominoso silencio ante la continuación y profundización de la misma con Enrique Peña Nieto. Al inicio de su gobierno pactaron con él para callar ante el escalamiento de la violencia, para presentarlo como el gran reformador. Luego, para exonerarlo de cualquier responsabilidad en Ayotzinapa, compraron, divulgaron y justificaron su verdad histórica.
Miles de millones de pesos pasaron del erario a las arcas de los medios y a los bolsillos de los miembros de la comentocracia. Al obsceno, innecesario, criminal gasto en la imagen de Fox, Calderón y Peña se sumaron centenares de millones de pesos gastados por otros funcionarios de manera subrepticia. Del saqueo de la nación, de la corrupción y la impunidad, son también corresponsables quienes cobraron por su voz y su silencio y se enriquecieron contando verdades a medias, deformando la realidad.
Si durante los últimos 20 años los miembros de esta elite se dedicaron a presentar al régimen autoritario como un régimen democrático hoy están empeñados en presentar al gobierno democrático de López Obrador como una tiranía. No es que sean cínicos, menos todavía que sean críticos valientes que alzan la voz contra los excesos del nuevo Presidente. ¡Qué va! Están trabajando de nuevo a sueldo del antiguo régimen, un régimen que se resiste a morir y que tiene control de los medios de comunicación, el apoyo de muchas de las grandes fortunas y que ha penetrado casi todas las esferas de la vida pública.
Basta analizar sus comentarios en la radio y la TV, sus escritos en la prensa ver la organicidad de sus opiniones, cómo éstas se sincronizan, se acompasan, cómo van adquiriendo la cadencia de un coro que repite, una y otra vez, los mismos argumentos de la guerra sucia y apela a despertar los más primitivos instintos de una sociedad golpeada por la violencia y la desigualdad. Y no se trata sólo de lo que dicen, también sus ademanes, sus silencios, sus puyas -cuyo peso editorial es innegable- van en el mismo sentido. Manipulan, deforman, fomentan, exacerban la incertidumbre. Dicen hacer un llamado al orden y a la cordura cuando, en realidad, lo que buscan es la debacle nacional.
Conviene tomar conciencia de que la comentocracia, como ha sucedido en otros países del mundo, está empeñada hoy en un esfuerzo masivo, consistente y orquestado para descarrilar no sólo al gobierno de López Obrador sino para impedir que la democracia se asiente sobre bases firmes en nuestro país. Les va en ello más que la vida –que nunca arriesgan-, les va la posición privilegiada que han tenido hasta ahora. El régimen autoritario actúa ya, de manera simultánea, en distintos frentes. Sus acciones desestabilizadoras exigen que la elite periodística, que durante décadas estuvo a su servicio, prepare el clima para esas acciones y, una vez que estén en marcha, les sirva de caja de resonancia.
En la democracia, la llamada “comentocracia” no tiene cabida; columnistas, presentadores de radio y TV que han vivido del erario lo saben. De ahí su afán de frustrar la voluntad de transformación que 30 millones de mexicanas y mexicanas expresamos en las urnas el 1 de julio de este año que termina. La democracia real exige algo que ellos nunca han sido capaces de hacer: una prensa digna e independiente que se plante frente al poder y que, como dice Carlos Payán, sólo se incline ante una dictadura: la de los hechos
Sinembargo.MX
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