Con todo respeto, señorita

DESDE LA CALLE

    En los últimos meses, mujeres que comparten sus ideas políticas en medios de comunicación denunciaron las violencias que reciben a través de correos y redes sociales. Las escritoras hablaron de amenazas y ofensas; contaron historias que provocaron nuestra indignación. Reconocieron, además, que muchas mujeres en lugares públicos, desde los espacios de convivencia presencial hasta los virtuales (redes sociales, plataformas), son receptoras de estas violencias. No obstante, en nuestro entorno invalidante aprendemos pronto la lección: decir que algo te molesta es de personas susceptibles; “no te quejes, ni aguantas nada... a eso te expones”.

    Sabemos bien que las amenazas y ofensas circulan en los medios virtuales; el acoso transitó desde las calles hasta los nuevos lugares de interacción afectando a todas las personas. En el 2019 la encuesta MOCIBA del INEGI reportó que mujeres (24.2 por ciento) y hombres (23.5 por ciento) mayores de 12 años que utilizan internet fueron víctimas de ciberacoso. A diferencia de los hombres, las niñas y mujeres reciben principalmente insinuaciones o propuestas sexuales, además de críticas por su apariencia y clase social. La mayor parte de los agresores, para ambos casos, fueron hombres.

    Como resultado, según datos de la misma encuesta, las afectaciones emocionales que experimentan las mujeres son mayores. El ciberacoso generó inseguridad y miedo entre las usuarias; sentimientos similares a los muy documentados efectos del acoso callejero. Las violencias directas y cotidianas en las calles y plazas afectan la percepción de la seguridad de las mujeres, limitan su disfrute de la ciudad; en el caso de los espacios virtuales, que cada vez son más importantes en la discusión pública, este sentimiento de inseguridad merma la confianza de muchas. Los históricos mecanismos que excluyen a las mujeres de las esferas públicas, y buscan su confinamiento hacia los espacios privados, presentan hoy en día formas similares sólo que con nuevos medios.

    Como sabemos, la Ley Olimpia contempla reformas al Código Penal y a diversas normatividades para reconocer y sancionar la violencia mediática y algunas formas de violencia digital. Cuando digo algunas formas, me refiero a aquellas que son directas, instrumentales en cuanto a la posibilidad de clasificarlas como delito y así tratar de inhibirlas por medio del castigo. No obstante, y dejando de lado el enfoque punitivista, algunas agresiones en medios virtuales y no virtuales no son tan reconocidas: me refiero a aquellas llamadas violencias cotidianas, y quizás erróneamente “sutiles”, que generan intimidación y dominio sobre la otra persona. El activismo virtual feminista ha tomado diferentes foros para clasificar y nombrar a estos tipos de violencias. No obstante, su identificación todavía genera dudas entre ciertos públicos.

    Parte de las dudas se basan en las dificultades para definir el consenso, y, así, las dinámicas en las relaciones de poder; y esto es materia de los estudios sobre la violencia. Hannah Arendt proporciona algunas buenas pistas para identificar un poder legítimo que implica “lo público”, en relación con la condición humana como la posibilidad de unirnos como personas, en libertad e igualdad, y construir consenso. Las violencias, en cambio, involucran dominio, sometimiento de ese poder, y son los medios que utiliza un grupo para relegar de las discusiones y decisiones públicas a una parte de (o gran parte) de la población. Siguiendo además a Jo Rowlands, podemos identificar un poder legítimo (del que habla Arendt) cuando establecemos diferencias entre el “poder con” y el “poder sobre”; el primero implica sinergia, mientras que el segundo es dominio.

    Estás pensando, lectora(or), que me aventé todo este rollo para contarte mi experiencia escribiendo en Noroeste desde el 2017, y en interacción con quienes me hacen el favor de seguir y leer la columna: y es así, lo confieso. Antes que cualquier cosa, debo agradecer a las personas que toman un poco de su tiempo para escribirme, disentir y/o reflexionar; en suma: para construir “poder con”, junta(o)s. Gracias.

    No obstante, cada tanto también recibo correos y mensajes de personas que escriben para tratar de establecer “poder sobre”: y no me refiero al disentimiento, sino a quienes envían mensajes con ofensas y apelan a mi supuesto defecto de ser mujer. En los mensajes de menosprecio, en alusión a mi columna, recibo correcciones y explicaciones que no son claras, me llaman doctora con ironía, o me envían invitaciones a salir. Como les pasa a otras mujeres, en mis redes sociales llegan hasta 20 solicitudes en una sola tarde; son desconocidos con fotos de perfil donde portan armas y en poses amenazantes. Todos los correos y mensajes que recibo con ofensas y/o intimidaciones son firmados por hombres.

    En clase, donde revisamos violencias cotidianas, una estudiante me texteó: “cuando un desconocido escribe ‘con todo respeto’, sé que me va a ofender. Entonces, apago el teléfono, y tengo ganas de llorar. Las violencias cotidianas, los insultos, insinuaciones y la insistencia por entablar comunicación con alguien que no quiere hablar, generan más que desánimo y hemos aprendido a callarlo. Algunos estudios sobre el acoso, desde la psicología, consideran que quienes agreden activan procesos cognitivos de “desconexión moral”, no obstante, la culpa generalmente recae sobre las personas agredidas (Eva M. Romeraa, Rosario Ortega-Ruiza, Kevin Runionsb, and Daniel Fallaa, 2020).

    Ese día, el de la clase, recibí con tristeza las palabras de mi estudiante. Pero también reflexioné aún más sobre el acoso y el “poder con”, juntas, para no aceptar las agresiones y dejar de normalizarlas.

    No apagaré la computadora mientras tenga con quien compartir, pensé.