Claudia Sheinbaum tendrá en su gobierno un margen de maniobra muy acotado. Su capacidad para tomar decisiones se verá restringida por el imaginario colectivo de la Cuarta Transformación y por la influencia del líder moral del partido político al que pertenece.
Esto no es nuevo en la historia de nuestro País. En su momento, la Revolución de 1910 y sus caudillos también sentaron las bases de un régimen que gobernó de manera ininterrumpida por más de 70 años.
La instauración de ese régimen no fue de la noche a la mañana. Se consolidó paulatinamente con la represión, cooptación y debilitamiento de los movimientos disidentes, organizaciones de la sociedad civil y partidos opositores, hasta crear un gran aparato corporativo centralizado.
Parte fundamental en ese proceso de formación de hegemonía, fue el rol de los caudillos, líderes y generales que participaron en la Revolución y que llegaron a acumular un poder enorme al lograr encarnar en su persona los ideales de justicia que la gente ya había interiorizado como anhelos populares.
En su novela La sombra del caudillo, Martín Luis Guzmán retrata la turbulencia de la época posrevolucionaria. La trama gira en torno a la figura de un General carismático, manipulador, que gobierna el país con mano dura, y que es capaz de generar intrigas con tal de asegurar la imposición de un sucesor leal.
Esta es la manera en que la literatura mexicana nos advierte de la fragilidad de la democracia y los peligros del autoritarismo, siempre latentes.
Por su manera de actuar en relación al poder, la figura de Andrés Manuel López Obrador encuadra muy bien en el prototipo del caudillo. AMLO es un líder carismático que se percibe a sí mismo, y que la gente lo percibe también, como la personificación de los ideales y valores del movimiento de la Cuarta Transformación que encabeza.
El peligro de fusionar a un movimiento con su líder es que al cabo de un tiempo la gente termina por pensar que mientras el redentor esté presente, no habrá nadie más que pueda ocupar su lugar. Y quien pretenda sucederlo, lo deberá hacer sólo para dar continuidad a su proyecto.
En estas circunstancias, lo que ocurrió en México el pasado 2 de junio debe interpretarse como un refrendo al plan transexenal lopezobradorista, que ahora se le delega a Claudia Sheinbaum para darle continuidad sin reparo.
Con todo y que es una mujer muy capaz, parece claro que la gente votó más por la Cuarta Transformación que por el perfil de la candidata, por lo que su desempeño como nueva Presidenta se medirá en función de que tanto se ciña al programa previamente estipulado.
Por eso AMLO adopta con ella un rol paternalista. Habla en su nombre, le dicta las reformas que tendrá que promover su gobierno, le impone Gabinete, la fuerza a acompañarlo en sus últimas giras. Quiere dejarle claro que su misión es continuar el legado que le hereda, y advertirle que, si no sigue el camino, él todavía está ahí para hacerle enmendar la ruta.
Aunque democrática por el apoyo popular en las urnas, esta es una forma de gobernar que no encaja del todo con el republicanismo o el estado de derecho, porque lo que mantiene cohesionada a la sociedad es el culto a la personalidad, en vez del anhelo a que prevalezca la ley como modo más acabado de encontrar justicia.
De seguir así, México podría encaminarse nuevamente a un régimen de partido hegemónico, cuya etapa previa es el caudillismo que actualmente se impone. Para avanzar todavía más, a Morena le será necesario recapturar el poder que en los últimos años se diseminó entre los demás órganos de gobierno, la sociedad civil, y algunos organismos autónomos.
Por eso la inminente reforma al Poder Judicial no es un buen augurio. No al menos en el sentido que se estipula en el Plan C de López Obrador y que Claudia Sheinbaum está dispuesta a continuar sin moverle una coma.
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jorge.ibarram@uas.edu.mx