Hay muchos rostros para Pablo Neruda, el bardo chileno con vocación internacionalista de cuya muerte se cumplirán 50 años por estos días, casi a la par del Golpe de Estado contra el Presidente Salvador Allende, de quien fue Embajador en Francia.
Veamos algunas de su facetas:
1._ El Neruda combatiente a favor de la identidad latinoamericana, cuya presencia le volvió patriarca moral de aquella bullente izquierda, y quien padeció el exilio y se paseó como por su casa por el México de 1940, tan politizado por el cardenismo como el de ahorita.
2._ El poeta silencioso, en su calidad de cónsul en la remota Colombo, casado con una javanesa mucho más alta que él; cantor de los temas olvidados, ya fuesen la madera, las piedras lacustres o los melancólicos obreros que salen de la mina con el cinabrio en los rostros.
3._ El sibarita, el degustador de placeres terrenales, goloso para las cosas de la vida, entregado a los banquetes con la misma enjundia de un cardenal florentino.
4._ El monumental creador de todo un continente poético que representa una Última Thule del caudal del Siglo 20, un abrumador trauma para muchos de sus contemporáneos cuya obra palidece ante este torrente telúrico.
Harold Bloom, el crítico anglosajón, intenta reducir a Neruda a una vertiente hispana de los hallazgos delimitados por Walt Withman, su indudable maestro en la búsqueda del verso libre y la enumeración bíblica de las cosas.
Algunos latinoamericanos condenan “el agustinlarismo” de sus multicitados e imitados veinte poemas. También es imposible olvidar que llegó a ser el poeta más traducido del orbe en su momento, ventaja que hasta ahora no le ha superado ningún otro de los Nobel.
Al publicar su evocativo “Adiós poeta”, Jorge Edwards fue acusado de mostrar a un Neruda en pantunflas. Octavio Paz, en otra página, concede que nadie podrá bajarlo del caballo verde de la poesía.
Borges llegó a elogiar sin ironías su poema “El canto de amor a Stalingrado”. Vicente Huidobro, el poeta multimillonario que era lo más contrario a la figura del Premio Nobel, se quedó al final con la mano extendida de la amistad, cosa que Neruda reconoce en un breve escrito, no exento de autoreproche póstumo.
El viaje de Pablo Neruda a través del Siglo 20 es uno de los testimonios del arrebatado cúmulo de conflictos y dudas que enfrentaron las mentes críticas de nuestro continente.
Atrapado entre las ventiscas y súbitos deshielos de la Guerra Fría, la locura militarista hispanoamericana, las intervenciones de Washington en el destino de las naciones de su patio trasero, así como las arduas contradicciones de las diversas tribus de la izquierda, Neruda supo dejar una mano encendida para fertilizar con tinta lo mejor de su sensibilidad, una poesía salpicada de caracoles, guijarros antediluvianos, peinetas olvidadas de coral, sangre esparcida por todas las raíces de las cordilleras del mundo.
Para muchos lectores, ajenos a estas turbulencias de la historia y el compromiso personal del artista, Neruda será siempre el cronista certero de los temblores secretos que acuden al acercarse al ser amado, además de las intermitencias que provoca ese sentimiento al ponernos de cara ante el fulgor de la naturaleza. Prisma verbal de las emociones innombradas: cantor general de todo aquello que se mueve dentro y fuera del corazón del hombre.
Poeta total, su legado sobrevivirá más allá de sus contradicciones humanas y, la lectura de su obra, es fundamental para cualquiera que comparta la aventura de la lengua española.
Si llegase a desaparecer América Latina - o el concepto que hoy tenemos de América Latina – la obra de Pablo Neruda será un recetario mágico para ponerla de pie y volverla a materializar con la piedra filosofal de la poesía.
Y no podemos limitarlo a un pastiche marxista de Whitman, como pretende acuñarlo Harold Bloom: es la eterna tentativa del hombre que se sabe infinito, único con su continente, algo que Rubén Darío vislumbró en su Canto a la Argentina y que Neruda logro darle fortaleza con el lenguaje del proceloso, interminable y duro, Siglo 20.