A los carnavaleros de la Fonda del Chalío
Si hubiera que sintetizar esta dialéctica político-carnavalesca podría decirse que el Carnaval como parte de una política recreativa fue exitoso y como ejercicio de prueba de popularidad, la demostración de un fracaso incubado lentamente en el imaginario colectivo. Lo ganaron los manifestantes anónimos que son una piedra en el zapato de todo gobernante y de quien tiene una visión patrimonial y autoritaria. Que piensa que su palabra es ley y ya. Que no se consulta, sólo se acata porque es el mandato de los votos. Sin considerar ni un instante para ver cómo lo percibe el otro. El ciudadano como cliente que no acepta el espejo autocomplaciente del gobernante. El de los infaltables lambiscones del primer círculo. El halago fácil y chocante que el ego nunca termina de satisfacerse porque siempre llena la cabeza de pájaros que cantan al oído.
Sin embargo, no tenemos por qué no reconocer que el Carnaval le salió bien al gobierno morenista, aunque otras políticas sean un rotundo fracaso. En la fiesta del Carnaval los gobiernos municipales echan la casa por la ventana, no reparan en los gastos del glamur, se trata de lucir en grande, hacer ver magnífico lo que se hace para la fiesta. Y la multitud compensa abarrotando contenta el largo malecón y en el inevitable Paseo de Olas Altas.
Soportando la espera y la inclemencia de los vientos fríos de febrero. Saben muchos que es el Carnaval por generaciones y paga por ello con la paciencia de Job. No se va hasta que pasa el último carro alegórico y la más rezagada de las comparsas. Hasta que levanta la mano la enésima reina, el carnavalero se va con la sonrisa de haber sido partícipe estoico de la mayor fiesta de la carne.
Esa carne voluptuosa que muchas y muchos jóvenes danzantes mostraron desinhibidas e impúdicas como si fuera su última noche en París. La que recordarán por siempre muchos de los testigos de esa noche de música, baile, piel, confeti, oropel, fantasía y magia que a la mayoría le hizo olvidar sus problemas cotidianos. Los de los bajos salarios que lastiman la compra de la canasta básica, las deudas que se acumulan por las compras a crédito, la incertidumbre que golpea por los sucesos diarios y el miedo por la violencia en las calles.
El carnavalero es parte de un espectáculo omnicomprensivo y nada puede ser más importante que ese momento de respiro ante el agobio cotidiano. Ya mañana veremos, dirán los más comprometidos con la fiesta. La vida comienza de nuevo el Miércoles de Ceniza. Con la marcha rutinaria de desagravio por los excesos ocurridos durante el Carnaval. Ya vendrá noviembre con los hijos procreados a ritmo de música de tambora sinaloense. Serán los carnavalitos y carnavalitas que renovarán la estirpe del fragor de estos días dionisíacos y de la memoria plástica del “mejor me olvido”.
Estos días disipados cuando hasta el más abstemio bebe y come como vikingo. Cuando el más tímido grita de alegría al paso de las reinas y princesas. Cuando los más reprimidos salen del clóset y muestran para siempre sus deseos más sofocados. Cuando la desinhibición se impone sobre la represión. Vamos, cuando hasta un pobre se siente millonario. Y la protesta se sublima, se metamorfosea en regocijo, en alegría, hasta que salta del olvido momentáneo.
En grito liberador contra el personaje de sus desvelos. Lo escuchamos en un coro simultáneo que se oyó hasta Olas Altas. Que nos hizo recordar que no hay perdón, ni olvido, sino pausa para la fiesta. Y el que la hace la paga. Aplausos para el Gobernador y abucheo para el Alcalde. La gente sabe quién es quién. Quién es auténtico y quién es falso. Vuelve la vista a lo inmediato. A los gestos y actitudes del gobernante. Los que han quedado tatuados en su memoria política. Y que podrían convertirse en rechazo o en votos. En apoyos a personalidades y proyectos similares. Que están a la vuelta de la esquina. O al menos en un agradecimiento perenne. Que revalore en positivo el sentido de la política.
El Carnaval es un termómetro que mide el ánimo político y sus personajes más fotografiados. Y eso no parecen valorarlo hasta que cada uno no lo sufre en carne propia. Luego será un elemento para la reflexión si hay capacidad de salir de las coordenadas cerradas del prejuicio, la animadversión, el ejercicio autoritario del poder o la maledicencia más emocional. Puede ser una vuelta más a la tuerca como diría el inolvidable Henry James, pero también lo peor, la falta de autocrítica. De pensar que son los otros los que están mal, que no entienden porque no entienden. Y seguir por ese camino de oprobio. Sin futuro. Porque está visto que el camino es otro aun estando equivocado el ciudadano. No hay que olvidar la máxima de un comerciante complaciente: El cliente siempre tiene la razón.
El político, aunque se piense de otro estatus social, es un comerciante que vende diagnósticos y eventuales productos de interés público. Ya decidirán los ciudadanos si las compran como se compra una Coca-Cola o unos Kleenex. Y, bueno, si el Carnaval es una mercancía pública y se vende bien es de esperar que el comerciante esté bien valorado, pero que explica esas expresiones de alivio y contraste, simplemente que al vendedor no se le asocia con el producto mercadológico.
Quizá porque el Carnaval pertenece a la tradición, no a los políticos que son pasajeros de un viaje sin fin. Compañeros momentáneos de este viaje de magia y fantasía. Entre esa muchedumbre anónima y vociferante. ¿Habrá, por ejemplo, quienes recuerden cuál fue el alcalde de hace 20 años? o ¿quien recuerde quiénes fueron las reinas de hace 10 años? Seguramente algunos. La mayoría no. Eso hace la diferencia entre la tradición y la política pública.
En fin, el Carnaval es gozo, olvido, antídoto, libertad, catarsis, pero también, ahora sabemos, abucheo destemplado, gritón, anónimo. Ajustador de cuentas. Y es que a la par de la tradición está el ego del gobernante que exige ser reconocido como si fuera otro rey de la fiesta. Y esa confusión no parecen comprenderlo o intuirlo hasta que un grito fuera de lugar lo saca de sus sueños de esa grandeza efímera, mortal, destinada irremediablemente al olvido.