Los curas nos hablaban a los niños de “pecados de omisión”. No solo me parecía una palabra extraña, cosa de adultos, sino que me costaba trabajo entender por qué era pecado no solo lo que se hacía sino también lo que no se hacía e incluso lo que se pensaba. Por si las dudas había que pedir perdón por todo, las obras, las sobras y la zozobra. En el mundo civil y el infierno cotidiano la omisión se llama complicidad.
Al Papa Benedicto XVI lo alcanzó la omisión. Un nuevo informe sobre pederastia, ahora en Múnich, señala que cuando era obispo de esa diócesis (1977-1982) fue omiso en al menos cuatro casos de pederastia en los que, indudablemente, tuvo conocimiento y no actuó con lo que evitó que esos pederastas fueran presentados ante la ley. Fue, pues, cómplice de esos delincuentes. Esta historia se suma a lo que en México sabíamos por parte de los ex Legionarios de Cristo, que acusaron la displicencia con la que fueron tratados por el mismo Ratzinger, entonces prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe cuando denunciaron los abusos de Marcial Maciel.
En algunos países de Europa, fue el caso de Francia el año pasado y ahora Alemania, los obispos han decidido ir a fondo en el tema del abuso sexual. La excusa de la defensa de la institución, la iglesia por encima de las personas, parece al fin haber quedado superada. Les quedó claro que revelar la verdad no le haría perder fieles, que ya los habían perdido, en parte por esta “omisión”.
Abuso y omisión son dos términos que van de la mano. Lo que comenzó como una tolerancia a las conductas delictivas de sacerdotes para proteger a la institución (la ropa sucia se lava en casa, solían argumentar) terminó siendo una red de complicidad que hoy sacude hasta lo más alto de la jerarquía católica. El abuso sexual continuado dentro de una institución no se explica sin la complicidad de las autoridades, el cura de la parroquia, el superior de la comunidad o la congregación, el director de un colegio, el obispo de una diócesis, el encargado de un anexo de recuperación de adictos, el director de una escuela pública, el superintendente de una cárcel, el jefe de una oficina gubernamental, etcétera. En la iglesia católica como en otras iglesias, en instituciones públicas y privadas se ha querido tratar como casos aislados como excepciones, lo que es una conducta criminal. El silencio y la omisión no han hecho sino propiciar la propagación el delito y aumentar el dolor de las víctimas.
La importancia de que este nuevo informe toque a un Papa en retiro no es solo la posibilidad de hacer justicia para las víctimas de esa diócesis en esos años, sino que puede ayudar a romper la cadena de complicidad que propicia y alienta este delito silenciado.