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Es duro aceptar la responsabilidad por nuestros errores. Parece ser más sencillo huir, engañar, negar rotundamente o disimular. Ahorrarnos regaños, señalamientos, castigos o consecuencias poco gratas es tentador frente a la idea de asumir el costo por nuestros fallos.
Incluso en el caso de accidentes. Todos conocemos a quien golpeó sin querer la porcelana antigua de la abuela y la rompió en medio de la cena familiar. La catadura de los primos pequeños se evidencia de inmediato: hay quien lo esconde, quien huye, quien intenta reparar el desperfecto al menos en apariencia, quien culpa a alguien más, quien se hace tonto frente al dedo flamígero cuando alguien descubre la figurita hecha pedazos. El comportamiento de esos niños es el reflejo del comportamiento de los tíos; a fin de cuentas, un accidente de ese tipo puede tener cualquiera. Alguno llegará a la próxima reunión con un nuevo adorno para compensar.
No todos nuestros errores son accidentes. Hay falta de pericia, malos cálculos, negligencia, falta de juicio, preparación o habilidad inadecuadas, azar, imprudencia y muchos más. Éstos, como muchos otros, no dependen del todo de la voluntad. A veces uno quiere hacer bien las cosas y, simplemente, no puede. Es cuando algunos aseguran que la intención es lo que cuenta. A veces, solo a veces. Podría no haber culpa, pero sí responsabilidad. El condicional es importante, pues aceptar una encomienda sin estar preparado para ello ya suma intencionalidad en el asunto.
Es claro que cuando existe la intención de engañar los errores adquieren una nueva dimensión. Imaginemos al tío de esa cena rompiendo el jarrón a propósito. No sólo hay culpa sino sevicia. Y si, además, cuando se le confronta lo niega, cuando se le muestra un video en el que se le ve lanzando al objeto contra el piso, aduce descuido o montaje, cuando los testigos lo señalan y él revira diciendo que nadie lo quiere en esa familia, entonces se sabe que esa persona está dispuesta a cualquier cosa antes de aceptar su responsabilidad; no digamos ya a intentar repararla.
Así suenan las cosas con la Ministra plagiaria. Así suenan también con la idea del Ejército metido en el Metro de la ciudad.
Nunca me pondré contento por la porcelana rota, por el choque por andar distraído, por los accidentes comunes o los errores evitables. Sin embargo, aplaudiré más la actitud del pequeño que llama a su abuelita para decirle que él rompió el jarrón; la del conductor que se baja del coche para preguntar, antes que nada, si los otros están bien; la del médico que sugiere consultar a otro especialista porque sus conocimientos no llegan a tanto, que de quienes eluden la responsabilidad.
En ese mismo sentido, preferiré votar por el político que reconoce que el problema era grande, que hizo todo por solucionarlo, que cometió errores pero que también intenta resolverlos, que por aquél que hace todo lo posible por limpiar su imagen pública, que elude la responsabilidad, que señala a otros y pone pretextos o encuentra soluciones que, claramente, no resuelven el problema. Es un asunto de valores.