De mantenerse como hasta ahora, Sinaloa cerrará 2020 con un aproximado de 860 homicidios dolosos. Eso significaría una tasa de 28.99 homicidios por cada 100 mil habitantes.
La tasa es apenas similar a la registrada en 2019 a nivel nacional de 29 homicidios por cada 100 mil habitantes, el año más violento en la historia de México con 36 mil 476 asesinatos.
Pero aún cuando el registro es alto comparado con estándares internacionales, para Sinaloa representa la tasa más baja en ese delito desde 2007, cuando el estado registró 15.22 homicidios por cada 100 mil habitantes; justo antes del inicio de la “guerra contra el narco” y de la pugna interna en el Cártel de Sinaloa entre los Guzmán y los Beltrán Leyva, una rivalidad que desencadenó la peor epidemia de violencia que haya vivido el estado con un promedio de 6.57 asesinatos por día.
A pesar de la naturaleza crónica, compleja y multifactorial de las violencias que atormentan a Sinaloa, el descenso sostenido desde 2017 en el indicador más relevante (o por lo menos el más visible) para medir la inseguridad de una comunidad, es algo que hay que reconocer a las autoridades federales, estatales y municipales; a organismos intermedios como el Consejo Estatal de Seguridad Pública; y a la sociedad civil organizada, quienes se han tomado muy serio una meta soñadora pero no imposible: pacificar Sinaloa, un estado marcado por el estigma narco y que acumula más de 26 mil asesinatos en los últimos 30 años.
No es fácil trazar una ruta de largo plazo en la construcción de paz cuando a la situación de atrocidad permanente que vive Sinaloa desde los años 80, se agregan hechos extraordinarios como el “Culiacanazo” del 17 de octubre pasado; el día en que el narco impuso su ley en el sector Tres Ríos de la capital y obligó al gobierno federal a liberar a uno de sus principales líderes, Ovidio Guzmán, tras secuestrar a 11 militares y sumir en el terror a los culichis a punta de balazos, audios de terror en redes sociales y carros quemados en puntos estratégicos de la ciudad.
Pero al tiempo que se reconoce la tendencia descendente de los homicidios y se exige mantenerla; llama la atención y debe alarmar a la sociedad el incremento en otra violencia silenciosa pero todavía más dolorosa y lacerante en el tejido social sinaloense: los desaparecidos.
Tras mantenerse en niveles estables de menos de una denuncia diaria por desaparición forzada o privación de la libertad hasta 2010, los desaparecidos en Sinaloa empezaron a crecer de manera más acelerada en 2015-2016 y para 2018 superaron a los homicidios con 3.3 personas desaparecidas por día.
En lo que va de 2020 hay 2.86 desaparecidos por día en Sinaloa, lo que supera a los 2.34 homicidios diarios. El mes más alto en este delito durante 2020 ha sido julio con 104 denuncias y, el mes más bajo, enero con 70 denuncias.
Del total de las 295 personas desaparecidas de junio a agosto de 2020, el 73 por ciento permanece como “No localizada”, el 7.8 por ciento ha sido encontrada “Muerta” y el resto, 19 por ciento, ha sido localizada “Con vida” según datos de la Fiscalía del Estado a solicitud de información de Noroeste. Es decir, el 80 por ciento de las personas desaparecidas en Sinaloa no aparece o aparece muerta.
Son datos para el escándalo pero no indignan a nadie. Tal vez por la naturaleza sigilosa de esa violencia que no deja rastro ni es nota periodística, excepto cuando alguna madre integrante de un colectivo de rastreadoras tiene la dolorosa revelación de dar con su hijo en una fosa clandestina.
Insisto en algo que ya he dicho antes: no hay manera de pacificar Sinaloa si los desaparecidos son más que los homicidios, que siguen siendo bastantes. No hay manera de pacificar Sinaloa si aceptamos, aunque sea tácitamente, sustituir la violencia homicida de los balazos y los cenotafios en la vía pública, por los balazos y la tortura de las fosas clandestinas en los baldíos y las periferias.
Y no hay manera porque mientras que los homicidios, dolorosos e irremediables como son, permiten cerrar procesos de duelo, e incluso de perdón y reconciliación, a familiares y amigos; los desaparecidos constituyen heridas abiertas que se van haciendo más profundas, dolorosas e inexplicables con el tiempo y la desesperanza. Los desaparecidos, mientras lo son, eliminan toda posibilidad de justicia y verdad para sus seres queridos.
Por eso los desaparecidos en Sinaloa, aunque no se vean a simple vista ni generen warnings turísticos, deben ser prioridad en la política pública de seguridad del Ejecutivo Quirino Ordaz Coppel, en la investigación y el combate a la impunidad desde la Fiscalía del Estado de Juan José Ríos Estavillo, en el diseño presupuestario del Congreso del Estado que ahora lidera Morena y en la agenda de la sociedad civil, medios de comunicación y periodistas de Sinaloa.
Priorizarlos, recordarlos y entenderlos, es lo mínimo que podemos hacer por ellos para, poco a poco, encontrarlos y hacerles justicia.