Al mediodía de este martes 15 de agosto falleció el emblemático pintor y escultor mazatleco, Antonio López Sáenz. La noche anterior a su muerte cayó sobre la ciudad una tromba, y a la mañana siguiente el cielo amaneció claro.
López Sáenz perteneció a una generación no muy extensa de artistas y creadores porteños que nacieron en la primera mitad del Siglo 20, y que fueron testigos de las transformaciones de una ciudad que hace mucho tiempo dejó de ser un pequeño puerto comercial y pesquero.
Dentro de toda esa generación, quizá López Sáenz sea el más querido del pueblo, por tomar como objeto de su inspiración a la ciudad que lo vio nacer en el año de 1936, cuando Mazatlán apenas contaba con una población de 30 mil habitantes.
El artista comenzó a delinear los trazos desde temprana edad. En entrevista con José Ángel Pescador Osuna, Lopez Sáenz cuenta que cuando apenas estaba en cuarto de primaria, su papá lo llevó a trabajar a los muelles, donde aprovechaba la ocasión para dibujar barcos, cargas y estibadores; elementos que luego fueron tan característicos en sus pinturas.
Su estilo ha sido descrito como paisajista, costumbrista y tropical. Sus pinturas son coloridas representaciones de la vida cotidiana del puerto, enmarcadas por edificios históricos y atardeceres de playa que evocan un pasado nostálgico e idealizado.
Se ha dicho que su obra carece de crítica social. Raros son sus cuadros donde el trabajador se manifiesta como sujeto de lucha. En eso se distingue de la tradición desarrollada en el centro del país. No por eso las clases populares dejan de aparecer en sus pinturas, sin embargo aquí son retratadas más en un ambiente de goce, fiesta y esparcimiento.
Hay en todas sus pinturas un ambiente de descanso y recreo dominical. Paseos por la playa, charlas entre amigos, comidas familiares, carnavales y juegos de beisbol. La vestimenta formal, trajes con corbata, vestidos largos, camisas y sombreros, entallados en cuerpos voluminosos sin rostro.
López Sáenz fue considerado justamente como un cronista gráfico que supo retratar los acontecimientos más emblemáticos de Mazatlán, algunos de forma muy personal, como en “el incendio del campeche” donde se pinta a sí mismo contemplando el fuego que abrasa un buque de carga que se quemó una noche de luna llena frente al puerto en la década de los cuarenta.
Una de sus obras más emblemáticas es la de la leyenda mazatleca, Ángela Peralta, cuya muerte dejó una profunda huella en la historia del puerto. En el cuadro se puede observar una multitud que recibe jubilosa a la soprano, mientras un grupo de hombres desenganchan los caballos para jalar por ellos mismos el carruaje que la transportaría hasta el Hotel Iturbide, ubicado en el mismo edificio que hoy alberga el teatro que lleva su nombre.
Quizás el elemento simbólico más enigmático de sus pinturas son unos ventiladores de fierro muy comunes de antaño, que aparecen en algunos de sus cuadros sin un aparente sentido, y que quedan a interpretación de quien los aprecia. El viento que desprenden es, para mí, una atinada remembranza del tiempo que se fue.
Que en paz descanse el pintor.