La conocí cuando tenía 10 años. Era una niña dulce, atenta, inteligente, piadosa, prudente, generosa y de sonriente seriedad. Al igual que su madre, actuaba con propia y delicada firmeza, sin perder jamás el porte y la corrección. En casa tenía la mejor y amorosa escuela, pues de su padre aprendió también el deber ser, la disciplina, respeto, asistencia social y organización.
No cultivamos una entrañable amistad, pero siempre nos saludamos con cariño y admiración. Constituía un placer saludarla y ver cómo se interesaba por compartir luz, calor y bienestar a todas las personas y organismos con los que colaboró. Sobra resaltar el gran amor con que formó su familia al lado de José de Jesús González, “El Cachi”. Merced a esta unión cosecharon un envidiable y fructífero racimo: Regina, Monse, Isaac, Mateo, Elías y Tomás.
Sin embargo, repentinamente llegó un cambio que no esperaba en su vida; un cambio que cuesta admitir, pero supo asimilar, comprender y hasta agradecer. Afianzada en el texto del profeta Isaías, reconoció que no podía reclamar a Dios su proceder: “mis caminos no son vuestros caminos, ni vuestros pensamientos mis pensamientos (Isaías 55,8).
Penetrando más allá de las apariencias robusteció su fe, amor y esperanza, como compartió su dramática experiencia en una vigorosa y sapiente charla, titulada: “Cuando el cáncer cambia todo”.
Sí, la perspectiva es diferente, la vida cambia por completo: se valora más lo que se tiene, y la necesidad de brindar amor y disfrutar todos los momentos se vuelve necesaria y urgente.
No sé cuáles serían sus canciones preferidas, pero a mí me inspiran: “La canción de Ana”, de John Denver, así como la melodía “La canción de Ana”, con la orquesta de Paul Mauriat, y “Morir de amor”, con Franck Pourcel.
¿Asimilo con generosidad el cambio?
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