No es célebre como Wolfgang Amadeus Mozart, y, aunque comparte su nombre - Amadeo- no tiene la suficiente notoriedad para que su nombre sea recordado en una placa, nombre de calle o monumento.
No es famoso socialmente hablando. No proviene de una familia de abolengo ni es rancia su estirpe. Las religiosas franciscanas lo adoptaron, apoyaron y estimularon durante su periodo de formación.
Estableció una sólida familia, trabaja honorablemente y logró obtener su acariciado título de Licenciado en Filosofía. Él y su esposa impulsaron un despacho contable con buen número de clientes.
Todo parecía sonreír, pero una terrible enfermedad se cruzó en su camino. Se ha sometido con fe y esperanza a la quimioterapia, pero su cuerpo se doblega inerte ante el cruel embate. Aun cuando era ágil, robusto y buen deportista, el funesto latigazo que laceró su carne va minando todas sus defensas.
Mozart adelantó su funeral escribiendo su propio réquiem. Las agónicas y electrizantes notas de los violines, alternaron con la sonora voz del timbal y los solemnes alientos de los metales que, caballerosamente, no cubrieron la dulce y sutil armonía de las maderas.
Nuestro Amadeus no compuso ningún réquiem. No contó con la disciplina y talento de un Leopold que lo introdujera precozmente en cortes y palacios. Sin embargo, tampoco lo necesita. El talento, humanismo y bondad no germinan en cultivos palaciegos, ni brotan espontáneamente entre la breña montaraz. Son conocimientos y costumbres que se tatúan en el alma e impregnan integralmente la sabia conducta ética y el brillante discurrir del entendimiento.
La disponibilidad, alegría, entrega, compañerismo y generosidad de Amadeo Romo Flores, alias “El Ciego”, constituyen fehaciente testimonio de su robusto edificio moral.
Contrariamente a la novela de Saramago, ha demostrado que en este mundo no se ha acabado la esperanza.
¿Vivo con esperanza?