Es verdad que el tiempo es relativo, querido Albert, pero la edad no: esa es una chingadera absoluta, contundente y precisa.
Una tarde de diciembre miras a tus sobrinos reventando la playera con esas espaldas que parecieran urgirlos a convertirse en gladiadores posmodernos.
Más altos que tú, con voces gestadas en la caverna de las hormonas y con hambre como para vaciar las reservas de un ejército.
Te hace gracia que vengan a tu cabeza todas esas metáforas marciales y es que ocurre que están listos para la guerra.
Pero qué pena que esta guerra ultramoderna tenga tan pocas recompensas que ofrecerles, piensas.
Tienen diecisiete, dieciocho, diecinueve, veinte y veintidós años. Edad de héroes homéricos pero nada más lejano.
No puedes creerlo, esas pequeñas bolas de carne a las que alguna vez limpiaste mocos y cacas y a las que aterrorizaste leyéndoles el mito de la Gorgona y emocionaste anhelando a Perseo, esos enanos a los que vestiste de duende verde con disfraces baratos y entretuviste por horas con crayolas de colores y marionetas de calcetín hoy no levantan la cabeza del teléfono, no te miran, les interesas muy poco.
Es que tienen tiempo aire, te dicen.
Ah, es eso. Es así ahora que el tiempo y el aire se venden a precio de un salario mínimo y para estar en una comunidad no hace falta poner tu persona ni ver a otras personas. Los miro y me pregunto qué los motiva, qué quieren, qué piensan.
Mi pequeña muestra adolescente incluye a uno que nomás no logra terminar el bachillerato ni tiene un empleo; sé que es un proceso, una crisis, sé que es uno de tantos jóvenes a los que este sistema ha desamparado, que le costará más caro su ticket a la adultez de lo que a otras generaciones nos costó pero que tarde o temprano lo logrará: le gusta dibujar y pintar, sueña con hacer novelas gráficas; lo conseguirá antes o después aunque ahora mismo parezca Teseo sin Ariadna en el la laberinto.
Hay otro que recién regresó al bachillerato luego de una suspensión, una más que tramitó una baja temporal en la licenciatura para trabajar un semestre pero ya ha vuelto. Una que de plano abandonó carrera universitaria para ponerse a vivir en pareja (otro modo de hacerse adulta, sin duda). Y uno más que está en la universidad sin saltos extraños ni adeudos académicos.
Pero cómo se puede saber a esa edad lo que quieres hacer el resto de tus días, cómo. ¿Quién de nosotros de verdad lo sabía a los diecisiete, a los diecinueve? ¿Cuántos tuvimos que atrevernos a inventar un segundo camino cuando nos dimos cuenta de que esa promisoria elección nada tenía que ver con nuestros deseos?
Contemplo a la camada. Primos y primas reunidos cada fin de año, se adoran. Amontonan sus humanidades en un sillón y se convierten en una cofradía secreta. La Abadía de los Adolescentes. Cuando están juntos vuelven a ser niños que hablan de cosas de grandes y beben una cerveza con actitud de Marco Antonio dominando al Imperio, me matan.
Todo lo que comparten está en la pantalla de sus teléfonos: páginas, datos, memes, videos. Aire y tiempo. Ahí está. Y es que sí lo tienen.
Me gustaría discutir con ellos sobre la ironía, sobre la belleza polisemántica de las palabras, sobre todas las posibilidades del tiempo y del aire. Pero no lo hago, sé que esa conversación vendrá luego, cuando ellos la busquen, la quieran. Me guardo mis sermones de cuarentona y ruego a los dioses del aire y del tiempo, que sean benignos con ellos, que los amparen, que le ganen la batalla a este sistema que es cada vez más mezquino con las posibilidades reales. Y ruego también por mí, claro, porque sé bien que me estoy haciendo vieja.
Sin embargo.MX
@AlmaDeliaMC