Cuando era una tesista de doctorado, el profesor James Creechan me invitó a exponer los avances frente a su clase en la Universidad de Guelph, en Canadá. No había pandemia, nos adelantamos en el desafío a la distancia gracias al Skype. Realmente fue un gusto; estaba nerviosa y entusiasmada. Al terminar la exposición aprecié algunas manos en alto. Hicieron algunas preguntas relativas a la clase, y otras respecto a mí: el grupo quería saber “cómo y por qué vivía en Culiacán”, indagaron sobre mis estrategias para ir al cine, a las clases de los niños, entre otras actividades que son rutinarias pero que les parecían de gran riesgo frente aquellos datos que recién había presentado en las gráficas. “¿Tienes miedo?”, preguntó una chica... y no sabía muy bien qué contestar, no me había preparado con respuestas personales.
El miedo puede ser una emoción bastante útil: nos ayuda a huir de los peligros y mantenernos a salvo cuando nuestros cálculos, y reacciones en consecuencia, corresponden a los hechos. Pedí a mi amigo Mtro. Edgar Miranda, especialista en salud mental del Instituto Nacional de Psiquiatría Ramón de la Fuente (INPRF), que compartiera una definición propia del miedo para las y los lectores de Noroeste; él respondió: “una respuesta emocional, biológica y cognitiva ante un peligro inminente”. En sus clases en el INPRF, Edgar también explica las diferentes reacciones, interpretaciones y expresiones que experimentamos ante lo que consideramos es un “evento de miedo”.
En Sinaloa sabemos bien de peligros y riesgos; el estado se ha mantenido por casi medio siglo como una de las entidades con las tasas más altas de homicidios. Lo conocemos no sólo por las cifras, también por la experiencia. Mi esposo, no sinaloense, se asombra de la cantidad de historias que cada tanto aparecen en nuestras charlas: relatos donde amistades y familiares estuvieron expuestos a las violencias de manera directa e indirecta. Querida persona que me lees, sabes a qué me refiero.
No obstante, el miedo se analiza no sólo desde la psicología clínica y la psiquiatría, también lo hacemos en las ciencias sociales. Los estudios del miedo en las ciudades, y en la “geografía del miedo”, evalúan desde los años setenta las reacciones individuales y colectivas ante la percepción del riesgo. En una cantidad importante de estos artículos, se concluye que el temor y la ansiedad de los habitantes no siempre corresponde al riesgo, y las reacciones, incluso, generan mayores costos que el peligro en sí mismo. Los costos pueden ser el resultado de cálculos erróneos del riesgo por carecer de información oportuna para tomar decisiones, porque los medios de comunicación magnifican los hechos (y las redes sociales), y por factores que tienen que ver con la conducta de cada persona.
En el 2017, estuve analizando las reacciones de pequeños y medianos empresarios en Culiacán frente al riesgo de ser víctimas de un delito. Realicé una tipología de reacciones basándome, entre otros, en los estudios de Terance D. Miethe. En su caracterización de las respuestas, el autor identifica tres tipos generales: comportamiento esquivo, comportamiento protector y un tercero que involucra ajustes en el estilo de vida. Este último se refiere a los cambios significativos en las actividades cotidianas: alteraciones básicas en el qué, cómo, cuándo y dónde de la rutina diaria.
En Culiacán, identifiqué que diferentes actores (no sólo empresarios) presentan reacciones de adaptación ante el riesgo; hacen cálculos más o menos coherentes, y aprendieron a lidiar con la violencia como un fenómeno crónico porque no es posible mantener una vida en terror. Las y los culichis desarrollaron cierta seguridad ontológica, por citar a Giddens, que se refiere a los sentimientos de seguridad que permiten tener una conciencia práctica de lo que sucede, y a la vez mantener una “actitud natural en la vida cotidiana” aún a pesar de los constantes riesgos e indefiniciones.
Las ventajas de la adaptación ante el riesgo están que se posibilita una vida cotidiana que al menos llamamos “normal”; eso que los habitantes en Culiacán definen como “si sabes comportarte, es muy tranquilo”. Las grandes desventajas de la adaptación están también en la normalización, sobre todo cuando nos aleja de la búsqueda de soluciones: de las respuestas que podemos construir en colectivo, desde el poder ciudadano que implica sinergia, y también en exigencia y observación de quienes representan o deben representar nuestros intereses en los cargos públicos.
En Sinaloa ahora enfrentamos otros riesgos; los que ha traído la pandemia, la desinformación y un temor que en ciertos grupos parecería ir en dos extremos, pero que se unen en una misma definición: el comportamiento esquivo; tanto para relajar los cuidados como para encerrarse en un miedo insostenible. Ambos emanan de un cálculo del riesgo desde interpretaciones particulares que no siempre corresponden a los hechos, o que sí corresponden, pero no son efectivas. Para analizar esto hay caminos desde la psicología clínica, pero también desde otras visiones.
Ni la violencia ni la propagación del virus desparecerán de la noche a la mañana. Toca encontrar respuestas efectivas, no desde una adaptación pasiva sino inteligente, colectiva y en exigencia. Estos dos fenómenos, la pandemia por el SARS-CoV-2 y la pandemia de homicidios- desapariciones, muy diferentes y ambos letales, requieren de lo mejor de nuestras capacidades para concertar acuerdos, trabajar y ser creativos. Para esto, en necesario no paralizarnos por el miedo.
Hoy me gustaría contestar; tengo una respuesta para aquella chica que levantó la mano, allá en la Universidad de Guelph... Sí tengo miedo, le diría, y así acciono.